Saberes del Gourmet

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La disputa entre científicos puros y aplicados es una batalla tan curiosa como estéril. Sin embargo, las evidencias indican que hay matemáticos puros que se deprimen si su trabajo encuentra alguna aplicación. Y que hay biólogos aplicados que desprecian –al punto de calificarlas de masturbación mental– las investigaciones que no conducen a resultados tangibles. Hay físicos que se jactan de que su ciencia vale en Hungría, China, Marte y Andrómeda, y meteorólogos que replican que su ciencia es menos general pero tal vez mas pertinente o, cuando menos, más útil para saber si usar o no un paraguas. De todas maneras, lo cierto es que la división entre ciencia pura y aplicada no tiene siempre fronteras tan claras. Así, la teoría de números –que alguna vez fue considerada como el mayor ejemplo de ciencia por la ciencia misma– se encontró con que su interminable búsqueda de los secretos de los números primos tenía una aplicación decisiva en el diseño de códigos, cada vez más importantes en el universo de las comunicaciones digitales. Por otro lado, los matemáticos financieros y los biomatemáticos encuentran en la biología o la economía razones para explicar y financiar sus intentos de construir, porque sí, una nueva matemática.

El continuo de lo puro a lo aplicado acompaña otro continuo de disciplinas que van desde lo general a lo particular. En orden, la matemática, la física, la química y la biología migran de los universos a los organismos, desde lo abstracto a lo concreto. Pero en los últimos tiempos la división se hizo aun más borrosa. Las mismas preguntas pueden responderse desde todas las disciplinas. Una vieja pregunta kantiana, ¿qué son los colores?, es atacada hoy por los físicos que investigan la naturaleza de la luz, los químicos que estudian cómo se mezclan los pigmentos, los biólogos que analizan los mecanismos de la visión y los psicólogos que intentan entender cómo se construyen las representaciones mentales. La navegación horizontal a lo largo de las disciplinas es apasionante y cada vez está más de moda. Así, la distinción entre lo puro y lo aplicado termina siendo una mera cuestión de gustos, un asunto poco científico en apariencia.
Y sin embargo, desde hace algún tiempo, aun los gustos son menester de la ciencia (más o menos aplicada). Los resultados, como suele suceder, son más modestos de lo que anuncia la divulgación periodística, siempre preocupada por disimular la lentitud con la que el método científico alcanza sus objetivos. Pero lo cierto es que la ciencia se terminó ocupando de la gastronomía, donde se encuentra con una disciplina que acaso no sea tan distinta: la cocina.

El nuevo Centro Europeo de las Ciencias del Gusto tiene sede en Francia, exactamente, en la ciudad de Dijon, pertinentemente además la casa de la mostaza. Allí, en los últimos años se obtuvieron los primeros resultados sobre las bases moleculares del gusto. El grupo de investigadores dirigidos por Charles Zuker encontró dos genes, cada uno de los cuales expresa una proteína que está en la superficie de las células gustativas y les indica a éstas la presencia de un gusto determinado (amargo, dulce, salado, ácido). Un poco antes, el grupo a cargo del científico David Julius en San Francisco había encontrado el receptor de la capsaicina, el compuesto activo del ají, del jalapeño y otros frutos que constituyen la venganza de Moctezuma sobre los extranjeros que pisan suelo mexicano. Los estudios determinaron que estos mismos receptores respondían no sólo al ají, sino también a las subidas de temperatura, lo que explica por qué el picante produce una cierta sensación de quemazón. En rigor, el picante no es formalmente un gusto como el salado o el dulce, sino una sensación más parecida al dolor. La investigación demostró que las células morían cuando se las exponía a la capsaicina, lo que termina probando que el picante mata.
Como vemos, estos ejemplos vuelven a mostrar que, para la ciencia, entender un problema equivale a encontrar la molécula pertinente.

Si alguien estuvo siempre entre la cocina y la ciencia, ésos fueron los químicos. De hecho, desde las otras disciplinas los llaman, con cierto desprecio, “los cocineros”. Lo que une a ambos oficios es la búsqueda de recetas, una tarea menos sistemática y mucho más empírica: si funciona, bien; si no, se prueba con otra. Así como generar los colores adecuados fue fundamental en la historia de la pintura, la cocina se pregunta cuál es esa secuencia de gustos con los que la alquimia puede jugar para generar todos los sabores. ¿Habrá algún patrón que ordene el mundo de los sabores como las frecuencias o las longitudes de onda ordenan todos los colores?

En una experiencia interesante llevada a cabo en Sicilia (donde también se come muy bien) se reunieron químicos, biólogos y chefs para estudiar esta pregunta. Cada uno utilizó sus herramientas: los biólogos analizaron qué sucede en las células, los químicos midieron espectros y los chefs estudiaron el gusto de distintos tipos de productos cocidos a los que se les fueron sumando determinadas moléculas que podrían constituir los ladrillos fundamentales del gusto.

Como sucede en la frontera entre la matemática pura y aplicada, aquí tampoco queda claro si químicos y biólogos buscan en sus moléculas de laboratorio las nuevas sales y condimentos de nuestra época o si, en mezclas de las viejas sales, buscan nuevas moléculas que puedan masticar con sus viejos métodos.

Autor: Mariano Sigman
Fuente: El breve lapso entre el huevo y la gallina (Le Monde Diplo)



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