NIÑOS ADICTOS Y REDES NARCO EN EL AMBA

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Consumen desde los 10 años, los usan para el narcomenudeo y les roban sus infancias

Fuente: La Nación

Doce años tenía Emanuel la primera vez que probó marihuana. Lo demás llegó todo junto y “demasiado rápido”, cuando después de escapar de una casa arrasada por la violencia empezó a curtir la calle: cocaína, “creepy” y “nevados” (cigarrillos “armados con marihuana y merca”), pastillas y hasta jalar pegamento. A los 15, en la villa de San Martín donde vivía, le ofrecieron trabajar en una casilla “chapeada” como un kiosquito. Vendía droga. Con un arma, controlaba “que nadie se mandara ninguna”.

El día que cumplió 16 años se miró al espejo y se preguntó “cómo carajo” había llegado a ese punto. Apenas comía y ya no podía ni jugar al fútbol. Puro hueso. “Me puse a pensar: ‘Por qué lo estoy haciendo’. Me acuerdo que dije: ‘Yo puedo con esto, no tengo que dejar que me ganen los malos pensamientos’”, cuenta. Hoy, tiene 17 y está sentado con dos amigas, Ayelén (16) y Jaqueline (17). Ellas se conocieron en un hogar porteño. Una tarde saltaron juntas el muro y se fueron corriendo.

Seis años tenía Aye, los dientes de leche y el pelo hecho una maraña porque nadie la peinaba, cuando su padrastro la entregó a una familia desconocida. La hacían vender droga en la misma casa donde vivía, detrás de una reja: “El paquetito salía 100 pesos”, recuerda. Tenía 15 y Jaqui 16 cuando se fueron del hogar y empezaron a parar por la villa 31 de Retiro. En la zona que llaman “la arenera”, donde se juntan los camioneros. Uno de ellos le ofreció a Jaqui un plato de comida a cambio de su cuerpo.

“Yo ya había pasado por eso a los 9 años, con un tío. Le dije que sí y empecé a trabajar con él en la calle: me pagaba cada dos semanas y me daba la merca para que estuviera despierta toda la noche. Lo hice por la Aye, por las dos: teníamos que comer”, recuerda Jaqui. La siguiente pregunta la responde antes de que se la haga: “¿Infancia? No tuvimos infancia. Ojalá la hubiésemos tenido: el mundo sería más lindo”.

LA NACION conversó con una docena de chicas y chicos de CABA, la zona sur y oeste del conurbano cuyas infancias se vieron atravesadas por las adicciones y la venta de drogas. Son testimonios que echan luz sobre un drama que en la Argentina crece a la par del narcotráfico: el aumento de niñas, niños y adolescentes que empiezan a consumir a edades cada vez más tempranas y son captados por redes narco en villas y asentamientos. Lo confirman por lo menos 20 referentes territoriales, médicos, trabajadores sociales, psicólogos y psiquiatras, especialistas en adicciones y funcionarios entrevistados para esta nota.

Cuando se escarba en las historias, las similitudes saltan como figuritas repetidas: el haber sido víctimas de todo tipo de violencias; la ausencia de referentes afectivos; la deserción escolar; la pobreza; la adicción en sus madres, padres o hermanos mayores; el abandono; la situación de calle, y la búsqueda desesperada por anestesiar el dolor. Desde la Secretaría de Políticas Integrales sobre Drogas de la Nación (Sedronar), reconocen que la pulseada contra el narcotráfico les exige una respuesta que apunte específicamente a las niñas y los niños. “Recién se está construyendo, porque empieza a ser un problema que te excede”, admite Gabriela Torres, su titular.

Antes, la “iniciación” en el consumo de alcohol, marihuana, cocaína y sus derivados de menor calidad (como el paco) solía darse en la adolescencia, a los 15 o 16 años. Hoy, varios especialistas coinciden en que es a partir de los 10 o 12, e, incluso, en barrios como la villa 31 de Retiro hay niños de 7, 8 y 9 en consumo. El abanico de vulneraciones que pulveriza sus niñeces los convierte en carne de cañón para el narcotráfico.

Los reclutan para hacer tareas en el subsuelo de la pirámide del narcomenudeo: como “kiosquitos ambulantes” que circulan por los pasillos, cuidadores armados o vendedores en búnkers, responsables de vigilar esquinas para alertar con un silbido sobre una presencia no deseada. Además de la explotación laboral, es frecuente que tanto a varones como a chicas los sometan sexualmente.

“No podemos ser necios y decir: ‘esto no aumentó’. No solo crecen los consumos sino que vemos que arrancan antes”, admite Mariana Moreno, directora nacional de Salud Mental y Adicciones. Coincide Itatí Cánido, directora general de Gestión de Políticas y Programas del Consejo de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescente de CABA: “No hay información estadística del impacto de los consumos problemáticos en los chicos: es una deuda. Pero lo que vemos, además de la baja en la edad, es un cambio en la modalidad y el tipo de consumo”.

“Cuando en los barrios los adultos jóvenes están presos o muertos, los más chicos se vuelven una opción tentadora para las organizaciones narco, y son fácilmente captables por la urgencia económica de sus familias, sus escasas oportunidades laborales formales y las conexiones con las redes del delito y consumo”, reflexiona Hernán Flom, politólogo, especialista en violencia y narcotráfico. En ese contexto, plantea que “el narcomenudeo promete en el corto plazo beneficios materiales y simbólicos fuertes”. Es un fenómeno que se extiende en toda la región, desde Brasil a México, “donde existe alta segmentación socioeconómica, privaciones e historias intergeneracionales de vínculos con las economías delictivas”.

En nuestro país, la problemática lleva al menos una década y media en alza. Los referentes advierten que tomó impulso al calor de la pandemia. Cuando el Estado se replegó, el mundo narco no dejó pasar la oportunidad: lo que se abandona, se conquista. “Rosario siempre estuvo cerca”, resume un hombre de mucha trayectoria social en Fuerte Apache, para dar cuenta de la tendencia que crece en los grandes centros urbanos.

Niños adictos y redes narco en el AMBA

“Empecé a consumir a los 12

y a estar en una ranchada.

Me quedaba en la calle a dormir.

Y a los 15 me ofrecieron trabajar

en una casilla donde

se vendía droga”.

“Un día me desperté, me miré

al espejo y me puse a pensar:

‘Por qué lo estoy haciendo’.

Sentí que nada de eso

llenaba el vacío”.

EMANUEL, 17 AÑOS

Cuando Ema y su compañero estaban de turno en el “kiosquito”, tenían un código: “A los guachines no se les vende”. Él consumía desde los 12 y sabía cómo empezaba, seguía y terminaba eso. “Los pibitos todos rechupados queriendo comprar una bolsita que se les iba en dos o tres aspiradas”, cuenta con seriedad de acero.

Dice que en su familia los problemas eran muchos. Cuando se fue de la casa, nadie preguntó nada. “Empecé a estar en una ranchada, me quedaba a dormir en la calle”, cuenta. Fue un amigo quien le propuso lo del “kiosquito”. “El padrastro de su novia le ofreció trabajar ahí y empezamos. Yo estaba con el arma mirando la jugada. Una vez la policía tocó la puerta pero como no salió nadie, se fueron. Gracias a Dios, porque si no alguno terminaba en cana o muerto”, dice.

A su barrio lo pinta “todo infectado de transas, droga y junta en cada esquina”. Y sigue: “Lo que hay es bandas nomás: todo bandas”. ¿Era una tentación formar parte? “Exactamente. En ese momento pensaba que me gustaba, pero después me miré y entendí que tenía que buscar algo mejor. Vine acá por la oportunidad de ir a la escuela”, sostiene.

El “acá” de Ema es el Hogar Madre Teresa. Pegado a la villa 31 de Retiro, es un centro de día para chicas y chicos de hasta 17 años. Forma parte de la Familia Grande del Hogar de Cristo, la obra de la Iglesia Católica que suma 220 dispositivos en barrios populares del país. Trabajan en la prevención y el acompañamiento de personas atravesadas por las adicciones.

“Vienen entre 20 y 25 chicos, según el día. El más pequeño tiene 7 años. Hay otros de 8, 10 y 11”, cuenta Mariana López, directora del hogar, y sigue: “Hay muchísima más cantidad de chicos en situación de calle y consumo. Acá no solo recibimos pibes del barrio: el tren trae a muchos de lugares como Pilar, Grand Bourg o Polvorines”.

Emanuel llegó a Madre Teresa hace cuatro meses. “Me gustó. Los talleres, el compañerismo, volver a la escuela”. Hoy vive en otro hogar que también depende de la capilla Cristo Obrero.

−¿Pensás en el futuro? −Sí, cuando volví a estudiar empecé a flashear que podía, pero entendí que si quiero cambiar, antes tengo que mejorar yo, mental y físicamente.

Es imposible separar el aumento de estas problemáticas de la sociedad de consumo en la que vivimos. Los factores que influyen en que una chica o un chico sea captado por las redes del narcomenudeo o sienta “atracción” por ese mundo son variados: en contextos de ausencia de oportunidades, puede representar la posibilidad de un “ascenso social”, de tener esos símbolos que marcan identidad y pertenencia, más aún en la adolescencia.

“Estos fenómenos hay que entenderlos como sistémicos. No solo hay que poner el foco en el pibe o su familia, sino en el valor social”, reflexiona Valeria Wittner, doctora en Psicología, investigadora y coordinadora académica de la carrera de Especialización en Psicología Clínica Sistémica de la UBA. “Cuando no tienen oportunidades, pero la tele les muestra que hay que tener las últimas zapatillas o cualquier bien que en algunas culturas representan un ascenso, eso también genera un impacto y tracciona”.

“Somos hermanas de calle”

Ocho años tenía Aye cuando unos vecinos la llevaron a un hogar de niños. No conoció a su mamá. La crió su padrastro y vivió con él en Villa Lugano, hasta que cuando cumplió los 6 la entregó a la familia que la hacía vender droga: “Me cagaban a palos”, cuenta.

En el hogar de adolescentes en el que conoció a Jaqui, la violencia también circulaba entre las chicas. Hoy, el vientre de nueve meses le asoma a Aye por debajo de la remera, ineludible como un planeta. Cuando le mostró a Jaqui el test positivo, pensó que era una broma. Pero no, era real. Se abrazaron fuerte. En la calle, los vínculos que no se destruyen, se consolidan. El de ellas es así, un hilo invisible que las volvió familia.

13 años había cumplido Jaqui cuando su papá falleció. Su mamá tenía esquizofrenia y la crió una abuela, que le pegaba con lo que tenía a mano. “Mi único juego era barrer”, recuerda. A los 16, la llevó al hogar del que se escaparon con Aye. Cuando Jaqui conoció al camionero que la explotó sexualmente, vio que eran varias las chicas bajo su mando. La única menor de edad, era ella. Quienes pagaban “el servicio” también eran camioneros: a veces se la llevaban en viajes durante tres o cinco días.

“Una vez la policía paró, se dio cuenta de que era menor y no les mentí. Cuando contás eso, se aprovechan: te ven indefensa y pasa lo que pasa”.

−¿Sufriste abusos por parte de la policía? −Varias veces.

Aye y Jaqui tenían 15 y 16 años cuando conocieron el Hogar Madre Teresa. “Nos recibieron con los brazos abiertos, como si nos conocieran: ‘Vení, sentate, tomate un mate cocido, ¿te querés bañar?’. A partir de ahí no dejamos de venir”, cuenta Aye.

Hoy, Jaqui está por cumplir los 18, alquila una pieza con su novio, a la mañana va a la secundaria y a la tarde a Madre Teresa. Aye, en cambio, vive en un hogar. “J” da patadas en su panza: en unos días, va a estar de este lado del mundo. “Le voy a dar a mi hijo todo lo que yo no tuve, lo que mi mamá no me pudo dar”, dice Aye. Terminó la primaria y cuando nazca J. va a empezar la secundaria. Jaqui quiere ser enfermera. “Es lo que más se necesita”, remata.

“En el recreo, juegan a vender cocaína”

La naturalización con que muchos chicos conviven con el consumo y la venta de sustancias se replica en su cotidianidad. Dos maestras de La Matanza cuentan que en el recreo vieron a un grupito jugar “a cortar” tiza como si fuese cocaína. Otros, cuando les preguntan qué quieren ser de grandes, responden “narcos”.

“El juego para un niño es una forma de procesar la información y de expresar lo que ocurre en su casa. Refleja su contexto social inmediato, lo que muchas veces le valida el adulto en la crianza. Los niños aprenden a hacer en función de lo que ven”, explica Wittner. “Lo que sucede es que la familia tiene el rol de ‘amortiguar’: es el primer gran socializador, el mediador entre la cultura y el niño. Va modelado en función de su idiosincrasia y baja línea de acuerdo a eso”, amplía Wittner.

Mientras algunos padres llaman la atención ante determinados juegos de los chicos, por diferentes motivos otros no lo hacen. La multiplicidad de sufrimientos que atraviesan las familias más vulneradas impactan en ese sentido y algunas encuentran en el narcomenudeo una posibilidad de subsistencia cuando todas las demás puertas se cierran.

Niños adictos y redes narco en el AMBA

“¿Cómo fue mi infancia? Dura.
A los 8 me fui de mi casa.
A los 11 probé la cocaína:
primero por curiosidad,
después se me hizo un hábito”.

«La primera vez que
alguien se puso mal
porque me vio consumir,
yo tenía 15.
Al principio no entendí lo
que era el mambo de la ayuda».

LUCAS, 21 AÑOS

Ocho años tenía Lucas cuando se fue de su casa en Wilde, en Avellaneda. Pasó algunos días en la calle y después “de familia en familia”: en lo del padre de un compañerito de escuela, en lo del hermano mayor de otro. “Con la última persona que estuve fue con mi padre biológico, recién lo había conocido, pero se pinchó”, dice.

A los 11, en una de esas casas, entre varios adultos, vio un plato de cocaína sobre la mesa. Le dio curiosidad, probó y se volvió un hábito. “El otro día fui a una villa y vi a un nene de 11 años que entró a comprar como si nada. Me quedé shockeado”, dice el jóven, que hoy tiene 21. Ese niño podría haber sido él. “Yo no consumía delante de nadie, ahora los pibitos van por la calle como si nada”, reflexiona.

−¿Alguna vez te ofrecieron vender? −Sí. Tenía 15. Fue como: ‘Eh, vos que se te nota en la cara que sos chorro, ¿no te animás a quedarte acá, fijarte si viene la gorra, te damos plata, te damos droga, te damos arma?’. Me re enojé: ‘Yo soy consumidor final, mirá si voy a trabajar para vos, arruina guachos’, les dije.

A los 15 años conoció a Gabriela Salisio, directora de la asociación civil No seas pavote, que forma parte de Hogares de Cristo. Le dio hambre y se acordó que en la barrera del tren, a la vuelta de la escuela a la que seguía yendo aun estando en situación de calle, daban comida. Ahí estaba ella.

−¿Fue un punto de quiebre?

−Sí. Pero cuando la conocí a Gabi no entendía lo que era el mambo de la ayuda. Ella se enteró de que yo consumía y se puso mal: antes no me había pasado que alguien se pusiera mal por algo así. Me hizo ver cómo ayudaban a otros chicos y me conecté con ellos porque no me gustaría que pasen por lo que yo pasé.

Hoy vive en el Hogar Virgen de Luján, en Villa Centenario, Lomas de Zamora. Tiene el plan de terminar el secundario y está trabajando como acompañante en el hogar de los más pequeños.

Niños adictos y redes narco en el AMBA

“Mi infancia la perdí.
Fue difícil estar en la calle.
A los 8 me abusaron y tuve
varios intentos de suicidio.
Antes no sabía expresarme,
pero hoy puedo contar
lo que me pasó”.


“Me gustaría ayudar a
los pibes que
están en la calle.
Siempre les repito que
ellos no tienen la culpa
de estar en consumo:
cada uno vivió una
historia y sufre”.

TOBÍAS, 16 AÑOS

Cinco años tenía Tobías cuando su papá abandonó la casa donde vivía en González Catán. A los 8 ya estaba en la calle, donde pasó por violencias de todo tipo, incluyendo la sexual. “Mi infancia la perdí. Sufrí abusos: por eso los cortes”, dice y muestra sus antebrazos, donde las cicatrices los atraviesan como caminos en el mapa del abandono.

A los 11 arrancó con el consumo. Buscaba comida en los tachos de basura para sobrevivir. Entró y salió de hogares de niños. Tenía 15 cuando lo llevaron a uno en La Plata y de ahí pasó al Hogar Virgen de Itatí, que depende de la parroquia San José y está en San Justo, La Matanza.

“No conozco a ningún adicto que haya tenido una infancia feliz. Ni a uno. Nadie”, dice “Chapu” Gianera, su coordinador. “Trabajamos con la idea de que el consumo en sí es consecuencia de lo que te pasó. Y lo primero, es ponerlo en palabras, porque la palabra adicción viene justamente de callar”.

Hoy Tobías tiene 16 y es el responsable de la cocina y depósito. Los que no fueron cuidados en su niñez, pero tuvieron oportunidad de serlo de más grandes, quieren cuidar a otros: ser enfermera, como Jaqui; o trabajar con personas que sufren adicciones, como Lucas y Tobías. “Mi infancia la perdí. Por eso me gustaría ayudar a los pibes que están en la calle. Siempre les repito que ellos no tienen la culpa de estar en consumo: cada uno vivió una historia y sufre”, dice Tobías, sentado en el patio del hogar. Los rayos del sol van perdiendo la cólera del mediodía y Luna, una de las perras del lugar, deja una rama a sus pies. Tobías la levanta y la arroja lejos. Ahí, él también aprendió a jugar.

*Los nombres de las niñas, niños y adolescentes entrevistados para esta nota, fueron cambiados para preservar su identidad.

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