Teilhard de Chardin: la evolución sigue después del ser humano

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Teilhard de Chardin es una figura destacada en la historia del pensamiento del siglo XX. Jesuita, paleontólogo y filósofo francés, su personalidad es multifacética. Fue erudito en teología, paleontología, zoología, botánica y geología. Con una mente brillantísima y un gran misticismo, planteó una original versión de la evolución, que le valió ser criticado religiosa, científica y filosóficamente.

Nunca he entendido muy bien el abismo entre ciencia y mística. Cuando descubrí el pensamiento de Pierre Teilhard de Chardin, me fascinó cómo borraba ese abismo.
Concilió ciencia, religión y filosofía, pero no fue comprendido por sus contemporáneos. Fiel a sus principios, mostró gran entereza ante los ataques de sus adversarios, sobre todo la Iglesia, que nunca entendió la profundidad de su pensamiento.
Actualmente hay un resurgimiento y reivindicación de sus postulados. Muchas teorías en boga, como la teoría del caos, la complejidad, la sincronía, la información cuántica…, tienen sus antecedentes en la obra de Teilhard.

 Su vida
Nació en mayo de 1881 en Francia y murió el Domingo de Resurrección de 1955 en Nueva York; curiosamente, siempre había comentado con sus amigos que le gustaría morir un Domingo de Resurrección, deseo que le fue concedido.
De su padre le vino su amor hacia la observación de la naturaleza, y de su madre, el gran misticismo que, como él decía,«alumbró y encendió mi alma de niño».
A los diecisiete años ingresó en los jesuitas. Según explicaría, esta decisión se debió al deseo de irse perfeccionando.
En 1918 tomó sus votos solemnes; vale la pena ver la profunda sinceridad con la que los pronunció:

«Estoy haciendo voto de pobreza, aunque nunca he tenido más claro hasta qué punto el dinero puede ser un medio poderoso para el servicio y glorificación de Dios. Estoy haciendo voto de castidad, aunque nunca he entendido mejor cómo marido y esposa se complementan uno al otro para avanzar hacia Dios. Estoy haciendo voto de obediencia, aunque nunca he entendido mejor que la libertad está al servicio de Dios. Pero no los hago de manera equivocada, pongo mi confianza en Dios, ya que Él me dará la gracia para hacer su voluntad en mi vida religiosa y ser leal a mis votos».

Parece claro que los tomó sabedor de las potencialidades del amor humano, el dinero y la libre investigación.
La figura de Teilhard como científico y pensador surge en medio del fervoroso debate sobre la teoría de la evolución de Darwin y el origen del ser humano, quizá uno de los momentos históricos donde ciencia y religión han estado más separadas. En su caso, la lectura de la La evolución creadora , de H. Bergson, le hizo ver las coincidencias de su convicción con la necesidad de entender los datos de la ciencia, que solo la evolución podía tornar inteligibles. Su visión difería de la de Bergson, para él la cosmología estaba indisolublemente ligada a una evolución cósmica. Materia y mente no parecían ser dos cosas diferentes, sino dos estados, dos aspectos del mismo material cósmico.

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En 1920 obtuvo una cátedra de teología en el Instituto Católico y fueron sus conferencias las que le dieron a conocer como un activo promotor del pensamiento evolucionista. Esto no gustó nada a la Iglesia, que precisamente había renovado sus ataques a la evolución y a las nuevas teologías, consideradas una amenaza. Así que el Vaticano pidió a los jesuitas que lo apartaran de los círculos intelectuales de París, «ofreciéndole la posibilidad» de ir a China a hacer estudios paleontológicos.
En 1923 desembarcó en China. Poco podía pensar que ese destierro daría los frutos que dio y que a ese viaje le seguirían muchos más.
Su fama y reputación, ganadas por su trabajo al lado de científicos americanos, suecos y chinos de renombre, crecieron. Esto seguía perturbando al Vaticano; y en 1925 le ordenaron firmar una declaración repudiando sus controvertidas teorías. Pese a algunas recomendaciones de colegas de dejar los jesuitas, firmó el documento.
De 1951 hasta su muerte en 1955, es su periodo estadounidense. Aceptó un puesto en la Wenner Gren Foundation, para colaborar en una investigación a nivel mundial sobre los orígenes humanos.
Entonces, se dio cuenta de que el Vaticano nunca permitiría la publicación de sus obras, y nombró a Jeanne Mortier, la que fue su secretaria voluntaria, su albacea. Ella fue la encargada de publicar a título póstumo las obras de Teilhard para que no cayeran en el olvido.

 Su pensamiento
Teilhard fue un físico en la antigua acepción griega de la palabra. Su método consistió en ver lo que aparece, describir y analizar el «fenómeno». No entra en el análisis ontológico de los hechos, solo en su descripción, pero teniendo en cuenta todo el fenómeno.
Para comprenderlo bien se ha de entender que en su pensamiento cosmológico convergen ciencia, filosofía y religión necesariamente en la visión del todo. Esto no significa la confusión de esos planos; son distintos ángulos de la realidad.
De no comprender esta convergencia han surgido las malas interpretaciones de su pensamiento.
Su punto de partida es el ser humano, que no se contempla fuera de la humanidad, ni fuera de la vida, ni la vida fuera del universo.
La pregunta central a la que responde todo su sistema es: ¿cómo se ha ido organizando el universo para producir al hombre?, ¿qué vendrá cuando se consume la hominización? El universo es un fenómeno dentro de la temporalidad, que sigue evolucionando.

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Para Teilhard, la evolución no es creadora, sino que es la manifestación de la creación a nuestra experiencia, condicionada por el espacio-tiempo: «una luz que esclarece todos los hechos, una curvatura que debe abrazar todos los trazos: he aquí lo que es la evolución».
La evolución responde a la ley de la complejidad-conciencia: existe una tendencia en la evolución de la materia a lo largo del tiempo a adquirir formas de organización más complejas, aumentando al mismo tiempo el nivel de conciencia.
Partiendo de esta ley, la evolución en sus inicios actúa por tanteos, pero una vez ha alcanzado cierto grado de complejidad, se encamina hacia la vida con paso firme. La vida no surge por casualidad sino por necesidad. La vida es un efecto de la materia en creciente «complejidad conciencial».
Todo tiene una parte externa, la materia, y una parte interna. La eterna disputa entre materialistas y espiritualistas es porque permanecen en planos cerrados de espalda unos con otros. Para armonizarlos debemos recurrir a una fenomenología donde la parte interna de las cosas sea considerada igual que la externa; por ahora, la física solo ha considerado la externa.

«Todo descansa en la intuición fundamental de que la materia y el espíritu no son dos sustancias, dos especies de naturalezas distintas, sino dos caras de la misma realidad».

La energía de la parte interna es la conciencia. Y él entiende por conciencia toda especie de psiquismo, desde las formas más rudimentarias concebibles de percepción interior hasta el fenómeno humano de conciencia refleja. El universo ha pasado de un estado en el que dominaba un gran número de elementos simples materiales y en el que el psiquismo era muy pobre, a un estado donde hay un número más pequeño de grupos muy complejos y el psiquismo ha logrado la perfección con la conciencia refleja del ser humano.
La vida, con su marcha de creciente complejidad conciencial, crea la noosfera, la esfera del pensamiento; aquí aparece el ser humano.
La historia de la vida es el desarrollo de la conciencia velado por la morfología. Si solo tomamos en cuenta la morfología prescindiendo de la conciencia, no podremos comprender lo específicamente humano; pero si, como dice el filósofo Teodoro Olarte, reparamos en que el animal «sabe» pero «no sabe que sabe», y en que el ser humano «sabe» y «sabe que sabe», tendremos un criterio para medir la diferencia abismal entre lo uno y lo otro. Porque se trata de un cambio de naturaleza como resultado de un cambio de estado.

La hominización
La hominización aparece por la cerebralización. La evolución psíquica se produce por la complejidad del sistema nervioso, no por la manera de las formas externas. El pensamiento es una superación del instinto.
Para Teilhard, el ser humano no es el último estadio de la evolución; la evolución todavía no ha terminado, sigue avanzando inexorable.
Para poder entender esto, él nos dice que debemos ser conscientes de la imperfección de nuestra retina para ver. Nuestro «ver» no llega a percibir el ritmo de la evolución, y esto se debe a nuestra percepción. En nuestros ojos no cabe ni lo muy pequeño ni lo muy grande; carecemos de perspectiva para el gran espacio-tiempo. Según Teilhard, contra tal fijeza, debida a nuestra naturaleza y experiencia habitual, debemos luchar, y sobre todo, contra aquellos que acomodan a ella sus especulaciones metafísicas. Incluso nos dice que el ser humano, visto desde toda su trayectoria cósmica, está todavía en un estadio embrionario de su evolución, más allá del cual se perfila lo ultra-humano.
¿Qué es lo ultra-humano? El ser humano, que es capaz de reflexionar, ya es persona. Pero no es suficiente, porque por sí solo no es capaz de alcanzar la meta de su naturaleza humana. ¿Por qué no? Porque la humanidad no es la simple suma de individuos, sino un organismo por sí mismo coherente, que se está haciendo mediante la creciente conciencia de solidaridad entre los individuos.
Lo ultra-humano, para Teilhard, llegará porque la creciente solidaridad entre los seres humanos causa un crecimiento en la cerebralización, poniendo a funcionar zonas del encéfalo todavía no usadas.
Del universo personal a la personalización del todo, a través de la convergencia e interiorización, la evolución termina en el Punto Omega. Este punto equivale a la unidad real de todos los seres. La convergencia es la coincidencia de materia y espíritu (¿el nirvana budista?), la trascendencia integradora de todo el universo en su principio y fin.
La persona crece inversamente al egoísmo. Para lograr este ascenso, el universo está dotado del poder Amor-Energía: «El amor es una reserva sagrada de energía; es la sangre de la evolución espiritual».
El amor, considerado en su plena realidad biológica, no es algo exclusivo del ser humano; es una propiedad general de la vida, propiedad que aparece en distinta forma según los grados de la realidad evolucionada. Es lo que mantiene unidos a todos los seres en Omega y, en última instancia, es trascendente.
El Punto Omega es el estadio último de la serie evolutiva, pero se halla fuera de la serie; si por su naturaleza no estuviera fuera del tiempo-espacio, no sería Omega. Sus atributos son: autonomía, irreversibilidad y trascendencia.
El Punto Omega satisface la íntima aspiración de supervivencia por acercamiento. La fe en el progreso, tan propagada por el positivismo, no puede eliminar la muerte; y es precisamente hacia esa eliminación hacia donde va la evolución interna del mundo. El ser humano se afana en encontrar un sujeto cada vez más vasto y permanente que sea el principio mantenedor de los resultados adquiridos por la acción humana: civilización y humanidad.
Para Teilhard, la humanidad es un cuerpo espiritual que evoluciona por los caminos que llevan a la coherencia total mediante lo que él llama socialización, que no es otra cosa que la personalización de la humanidad. No es suficiente con la aparición de la esfera del pensamiento, se trata de llegar a la hominización colectiva. Por tanto, el fenómeno social es la pista principal para «ver» el ritmo y el sentido de la evolución.

«No somos seres humanos viviendo una experiencia espiritual. Somos seres espirituales viviendo una experiencia humana».

Actualmente se habla de un cambio de paradigma, de la era post-abundacia , que tiende a una mayor socialización de los seres humanos. La reflexión del individuo sobre sí mismo va cambiando y extendiéndose a la reflexión de individuos que se buscan, se comprenden y se refuerzan.



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