La realidad social humana

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La realidad social humana es una obra filosófica en muchos sentidos inusual, original y arriesgada en nuestro ámbito académico:

Es un proyecto inusual porque pone a dialogar a Thomas Reid, representante de la muy influyente ilustración escocesa, y a John Searle, uno de los filósofos más conocidos en la escena filosófica contemporánea y cuya influencia se deja sentir también en la sociología y otras ciencias sociales.

José Hernández Prado: La realidad social humana

Fernando Galindo Cruz

Biblioteca de Ciencias Sociales y Humanidades. México: UAM, Unidad Azcapotzalco, 2014, 233 pgs.

Universidad Panamericana, México.

La realidad social humana es una obra filosófica en muchos sentidos inusual, original y arriesgada en nuestro ámbito académico:

Es un proyecto inusual porque pone a dialogar a Thomas Reid, representante de la muy influyente ilustración escocesa, y a John Searle, uno de los filósofos más conocidos en la escena filosófica contemporánea y cuya influencia se deja sentir también en la sociología y otras ciencias sociales.

Es también inusual, original y arriesgada la forma de este ejercicio intelectual. En la más pura tradición platónica se trata de un diálogo ficticio, pero verosímil, entre dos entusiastas jóvenes doctorandos: el estudiante de sociología Tomás Riera, y Juan Rogelio Zea, doctorando en filosofía; representantes de las posturas de Thomas Ried y John Roger Searle respectivamente.

Y es inusual y muy grato, que el autor no escatimó en recursos literarios que hacen más agradable y didáctica la presentación del pensamiento de estos dos autores, los cuales no son suficientemente conocidos ni estudiados en lengua hispana, ni tampoco presentan planteamientos que nos resulten demasiado familiares dada nuestra tradición.

El hilo conductor del diálogo es la pregunta por la construcción y articulación de la realidad social humana. Construcción que se da, de acuerdo al pensamiento de John Searle, a través del lenguaje, origen y sostén de todas las instituciones humanas. Hernández Prado como en otras de sus obras (y como siempre ha insistido en su labor docente) se esfuerza por mostrar la relevancia de esta pregunta, aparentemente abstracta, para la comprensión de nuestra complicada realidad política y social mexicana; igualmente busca señalar algunos de los malos hábitos y prejuicios de los que adolece en ocasiones la academia en México, en especial en el área de las ciencias sociales.

Permítaseme abundar en cada uno de estos aspectos: el proyecto y la amplitud temática; la forma y el estilo literario, y la relevancia para nuestro contexto nacional.

El proyecto de Hernández Prado es presentar, comparar y complementar mutuamente los planteamientos centrales tanto de Thomas Reid como de John Searle. No se trata de una tarea fácil, pues ambos son pensadores originales y pertenecen a momentos históricos en extremo diferentes, a pesar de que, en un sentido un tanto laxo, podamos considerarlos como representantes de la tradición liberal anglosajona.

Más allá de esta afinidad cultural parece existir también una afinidad intelectual más profunda entre ambos autores, que se manifiesta tanto en sus inquietudes filosóficas como en su expresión escrita:

Ambos responden a planteamientos que les parecen extremosos y algo descabellados; para Thomas Reid, el desafío es el escepticismo radical; y para John Searle, el desafío del escepticismo radical, y además, la crítica al supuesto de que no es posible explicar la realidad institucional de la sociedad humana sin recurrir a elementos extra-naturales, es decir, elementos que de una forma u otra no pertenecerían al orden natural del universo como lo conocemos.

Reid defiende que los seres humanos estamos naturalmente dotados de las herramientas necesarias para conocer de modo confiable la realidad en que vivimos insertos. Y para Searle esta realidad en la que vivimos insertos es «monista», es decir, se trata de una sola realidad. No existe para Searle una brecha insalvable entre «naturaleza» y «cultura», o mejor dicho, «culturas». Las diversas formas de vida de los distintos grupos humanos no se dan dentro de mundos diferentes, desconexos entre sí; sino que son parte todas de la misma realidad natural. La cultura es parte de la naturaleza. Y la pluralidad de culturas humanas es la forma en que los seres humanos se desarrollan, habitan y transforman una misma realidad natural.

Aquí es importante rescatar dos valiosas precisiones de Hérnandez Prado, que no son esbozadas con tanta claridad ni por Reid ni por Searle: por una parte, subrayar que se trata de «culturas humanas», pues Hernández Prado insiste (en mi opinión con acierto) en la continuidad y similitud que existe entre las sociedades humanas y las sociedades de otros animales; por otra parte, el afán de otorgar un peso ontológico excesivo a cada esfera cultural particular lleva a afirmar que cada una constituye un mundo aparte, y así un psicólogo en Nueva York realmente habita un mundo distinto al de un chamán en el norte de México (véase p. 27). Este tipo de afirmaciones son, según Hernández Prado, una consecuencia lógica del relativismo multiculturalista.

El multiculturalismo en efecto tiene la loable aspiración a criticar los excesos del racionalismo de corte europeo que se concretan, por ejemplo, en el colonialismo histórico o en el desarrollo de una mentalidad economicista o cientificista. Tiene también el multiculturalismo la rescatable intención de distanciarse del propio ámbito cultural para poder observarlo y evaluarlo mejor. Pero estas nobles intenciones llevan a algunas posturas multiculturalistas a otorgar la misma calidad ontológica a construcciones institucionales muy distintas. Dicho de modo breve: en aras de no menospreciar a ninguna cultura al compararla con otra (evaluación ética), se llega a proponer que cada esfera cultural tiene una existencia propia, y por tanto no puede ser juzgada ni ponderada con algo fuera de sí misma. Y por ello se llega a afirmar la existencia independiente de cada esfera cultural; una especie de «autarquía ontológica» que a Hernández Prado le parece falsa desde una perspectiva meramente epistémica, y en extremo peligrosa, desde una perspectiva ética y política.

Tres tesis defiende entonces Hernández Prado a lo largo de su diálogos: la primera es la capacidad de los animales humanos para conocer la realidad; la segunda es la existencia de una realidad unitaria e integral habitada por los animales humanos y el resto de los seres naturales. Dentro de esta realidad unitaria e integral construimos los humanos nuestro complejísimo y variopinto orden institucional. Así, la institución de la Universidad existe, en última instancia, en el mismo orden natural que el habitado por jaguares, osos hormigueros y tapires; y esto nos lleva a la tercera tesis, la de los seres humanos como animales. Presentar estas tres tesis como sendas conclusiones de itinerarios intelectuales notables, puede parecer banal si se carece de sensibilidad filosófica. Empero, si se revisa someramente los ámbitos de reflexión en que pueden situarse estas tres tesis, saltará a la luz que se trata de terrenos históricamente controvertidos y muy fructíferos, como trataré de mostrar a continuación.

De entrada parece obvio que conocemos el ámbito natural en el que vivimos, y sin embargo el desafío del escepticismo radical es tan vigente hoy como lo ha sido a lo largo de la historia de la Filosofía. Se puede entender escepticismo radical como la postura de que nunca podremos estar seguros, ni de nuestra capacidad cognoscitiva como sujetos, ni de que en realidad existe aquello que supuestamente conocemos.

También parece obvio que las culturas humanas se dan dentro de este ámbito natural, si bien la pregunta por la relación entre naturaleza y cultura aparece al menos desde la formulación del binomio physis / nomos mencionado por el personaje de Calicles en el diálogo ficticio «Gorgias» de Platón. Y es un binomio que encontramos bajo muy variadas formulaciones lo mismo en Rousseau y en Kant, que en la famosa teoría de «las dos culturas» (la ciencia y las humanidades) popularizada a mediados del siglo pasado por C.P. Snow.

Por último, respecto a la relación de los animales no humanos y los animales humanos, Hernández Prado insiste de continuo en las similitudes y continuidades que vinculan a la vida humana en su aspecto fisiológico y psicológico con el resto de los animales en general y en especial con los animales superiores. Una y otra vez el personaje de Tomás Riera recuerda que los animales superiores, y no solo los animales humanos, son capaces de construir un lenguaje; incluso afirma que las complejas formas de organización que desarrollan ciertas especies de animales no humanos nos permitirían hablar de sociedades, aunque sin llegar por supuesto a la complejidad institucional de la sociedad humana, pero sí a una especie de «proto-institucionalidad».

Tal acento entre la vinculación de los animales humanos con los animales no humanos es, como he mencionado, una de las aportaciones originales de Hernández Prado a la discusión de Reid y Searle; aunque puede derivarse sin problema de ciertas premisas del pensamiento de Reid, y sin duda no se opone a las intuiciones de Searle.

Estas tres tesis aquí esbozadas conciernen nuestra noción de realidad, tanto de la realidad en general como de la realidad institucional. Abordan asimismo nuestra aptitud para comprender y expresar de modo satisfactorio esta realidad. Y se ocupan de explicar nuestro lugar en el reino natural como animales. Animales capaces de un lenguaje muy sofisticado y de la construcción de instituciones de enorme estabilidad y duración, que sin embargo no dejan de pertenecer y estar atados a una realidad natural.

Como sucede con las grandes preguntas filosóficas, estas interrogantes cuestionan nuestras experiencias más cotidianas y más fundamentales. Y con ello constituyen el origen de la actividad filosófica, que es la capacidad de mirar lo maravilloso de aquello que damos por sentado y de preguntar sobre lo que parece obvio. De ahí que podamos decir que el proyecto y la amplitud temática del libro son sin duda inusuales.

Respecto a la forma y al estilo, quien ha tenido la fortuna de leer a Reid o a Searle, sabe que ambos comparten un ánimo semejante en su forma de escribir, y esto a pesar de los siglos que separan a uno del otro. Ambos favorecen una prosa directa, carente de términos técnicos innecesarios o de referencias excesivas a otras obras en aras de mostrar una aparente erudición.

En sus diálogos, Hernández Prado también hace uso de una prosa clara, pero añade la informalidad, la intimidad y sobre todo la disposición a corregir y dejarse corregir propia de las conversaciones filosóficas genuinas: Los personajes de Tomás Riera y Juan Rogelio Zea no tienen empacho en señalarse mutuamente imprecisiones, ambigüedades o de plano falsedades en las concepciones de uno y de otro. Y tampoco tienen ninguna dificultad en reconocer y agradecer cuando se les hacen este tipo de señalamientos. A través de sus personajes Hernández Prado, sin falsas pretensiones o reverencia dañina, complementa, critica, rechaza y corrige aquello que no le parece suficientemente bien explicado en Reid o en Searle. Al mismo tiempo presenta un ideal de la conversación filosófica no demasiado común en nuestros días: aquellas conversaciones donde los participantes están dispuestos a escuchar al otro in extenso, en explicaciones amplias que le permitan articular a detalle sus ideas; y, más importante aún, los participantes están dispuestos a cambiar de opinión a partir de lo que otros dicen.

La más grata aportación estilística consiste en la manera en que inician y concluyen la mayoría de los diálogos a lo largo del libro, con breves pero en extremo enriquecedoras disquisiciones sobre la música, en especial música clásica británica, estadounidense y mexicana de los siglos XIX y XX.

El autor tuvo la amabilidad de incluir un apéndice con la discografía mencionada, en el cual aparecen autores consagrados y universalmente conocidos, como Brahms, Debusy y Elgar; pero también clásicos modernos como Aaron Copland y el precozmente brillante Kevin Kaska.

En el caso de los compositores mexicanos, Hernández Prado nos regala un ensayito minimalista ―de apenas un párrafo― hacia el final del libro. En él afirma que Silvestre Revueltas representa nuestro nacionalismo trágico y atormentado; Manuel M. Ponce nuestro nacionalismo romántico y nostálgico; José Pablo Moncayo nuestro valioso nacionalismo sin adjetivos; y Eduardo Angulo representa quizá un nuevo nacionalismo «sinceramente optimista, alegre y entusiasta» (p. 217).

La música y el ambiente de cordialidad y de intimidad aparecen como condiciones que propician el genuino diálogo filosófico. De nuevo, se trata de una conclusión muy obvia, pero no por eso menos importante para nuestro contexto intelectual mexicano. Y esto me lleva al último punto que quisiera tratar: La relevancia de estos diálogos para el contexto mexicano, tanto en el ámbito intelectual, como en el político.

En el ámbito intelectual, Hernández Prado aboga por una vinculación más fuerte de las ciencias sociales con las ciencias naturales. Los avances de la neurociencia, por poner un ejemplo, no pueden pasar desapercibidos para los estudiosos de la sociedad. Hernández Prado critica con dureza la división artificial que autores clásicos de Sociología, nada menos que Durkheim y Weber, entre otros, han trazado entre las ciencias sociales y las ciencias experimentales. Como Searle, Hernández Prado piensa que las ciencias sociales, los hechos sociales y las instituciones humanas ocurren en el mismo universo que la fotosíntesis y el movimiento de los astros.

Por otra parte las ciencias sociales, y en especial la Historia, tienen una deuda con el sistema educativo mexicano, pues la mayoría de nuestros estudiantes, más que historia, aprenden una serie de «mitos y leyendas» inspirados vagamente en algunos acontecimientos de la historia de México. Mitos y leyendas que más que enseñar a comprender nuestra realidad institucional, tratan de propagar una visión ideológica de nuestra historia; una visión victimista y derrotista de nosotros mismos, que promueve un profundo resentimiento dirigido contra agentes externos, imaginarios y reales, que son los culpables de todos nuestros males.

Frente a esta visión ideológica, el ejercicio de la Sociología, la Historia y la Filosofía en México a todos los niveles, deberían aspirar a promover visiones críticas, abiertas pero no arbitrarias, plurales pero sin excesos relativistas, que nos ayudaran a comprender mejor la génesis y las vías de solución de nuestros males sociales, políticos y académicos.No cabe duda de que los diálogos contenidos en La realidad social humana son un botón de muestra de la relevancia de la Sociología, las otras ciencias sociales y la Filosofía (también de modo interdisciplinario) para el enriquecimiento y mejoramiento de la calidad del debate político en nuestro país.

Autor: Fernando Galindo Cruz
Fuente: 
SciELO México

Web: http://www.scielo.org.mx



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