La medusa y el caracol. El zoo de Tucson

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Lewis Thomas

La ciencia obtienen la mayor parte de su información por el proceso del reduccionismo, explorando los detalles y luego los detalles de los detalles, hasta que quedan al descubierto las menores porciones de la estructura o las partes más pequeñas del mecanismo, para contarlos y escudriñarlos.  Sólo cuando se ha hecho esto puede extenderse la investigación para abarcar al organismo entero o a todo el sistema.  Así decimos.

A veces parece que trabajamos a pura pérdida.  Gran parte de la ansiedad pública de hoy acerca de la ciencia se debe al temor de que dejemos pasar inadvertido para siempre, el todo, en virtud de nuestra obsesiva e interminable obsesión por las partes.  Tuve una breve experiencia personal de esta preocupación en Tucson, donde una tarde en que tenía tiempo de sobra, visité el zoológico, situado fuera de la ciudad.  Los proyectistas del lugar trazaron en él un camino entre dos pequeños estanques artificiales con paredes de cristal transparente, de modo que, colocado uno en pie en el centro del camino, puede mirar a las profundidades de cada estanque y al mismo tiempo contemplar la superficie.  En un estanque, a la derecha del camino, vive una familia de nutrias y, al otro lado, una familia de castores.  A uno y otro lado, a unos palmos de distancia de la cara del observador, castores y nutrias juegan bajo el agua y en la superficie, nadan hacia la cara de uno y luego se alejan más llenos de vida que cualesquiera otras criaturas que haya yo visto antes en toda mi vida.  A no ser por el cristal, uno hubiera podido alcanzarlos y tocarlos.

Quedé absorto.  Según lo evoco ahora, sólo había una sensación en mi cabeza: júbilo puro mezclado con asombro ante tal perfección.  Como si mis pies no tocaran el suelo, flotaba yo de un lado al otro, el cerebro girándome en la cabeza, contemplando asombrado a los castores y luego a las nutrias.  Oía voces que atravesaban mi cuerpo calloso, de un hemisferio cerebral al otro.  Recuerdo haber pensado, con lo de mi conciencia había quedado, que no quería parte alguna de la ciencia de los castores y las nutrias; no quería llegar a saber nunca como realizaban sus maravillas; no deseaba noticia sobre la fisiología de su respiración, la coordinación de sus músculos, de su vista, sus sistemas endocrinos ni sus aparatos digestivos.  Esperaba no tener que pensar nunca acerca de ellos como conjunto de células.  Todo lo que pedía era la completa y vellosa complejidad de castores y nutrias en movimiento, enteros e intactos, ahí, ante mis ojos.

Duró, lamento decirlo, sólo unos cuantos minutos, y luego regresé a fines del siglo XX, reduccionista como siempre elucubrando acerca de los detalles por fuerza del hábito, aunque, por una vez, no acerca de los detalles de las nutrias y los castores, sino sobre mí mismo.  Algo digno de recordar había ocurrido en mi mente; estaba seguro; tendría que ponerlo en alguna parte de mi tronco cerebral; quizá fuera esto mi sistema límbico en función.  Me convertí en un científico de la conducta, un psicólogo experimental, un etólogo, y en ese instante desaparecieron por completo el prodigio y la sensación de estar abrumado.  Quedé aplanado.

No obstante, me alejé del zoológico con algo, un trocito de noticias sobre mí mismo: en alguna forma, estoy codificado, para las nutrias y los castores.  Manifesté comportamiento instintivo en su presencia, cuando se acercaban a mi alcance, detrás del cristal, simultáneamente bajo el agua y en su superficie. Tengo receptores para esta exhibición.  Los castores y las nutrias poseen un “liberador” para mí, en la terminología de la etología; y la liberación fue mi experiencia.  ¿Qué se liberó?  Comportamiento.  ¿Qué comportamiento?  Estar en pie, tambaleante, asombrado, sintiendo regocijo y un ímpetu de amistad.  No podría, como resultado de lo sucedido, decir nada más acerca de los castores y las nutrias de lo que ya se sabe.  Nada nuevo aprendí acerca de ellos.  Sólo acerca de mí, y presumo que también acerca de ti, quizá sobre los seres humanos en general.  Estamos provistos de genes que codifican nuestra reacción a los castores y las nutrias y, tal vez, también nuestra reacción a cada una de ambas especies.  En nosotros están impresos modelos de reacción estereotipados, inalterables, prestos a liberarse.  Y la conducta liberada en nosotros por tales confrontaciones es, esencialmente, un afecto sorprendido.  Es una conducta compulsiva y sólo podemos evitarla, esforzándonos con todo el poder de nuestra mente conciente, elaborando excusas conscientes en todo momento.  Dejando a nosotros mismos, mecanicistas y autónomos, anhelamos amigos.

Todo el mundo dice que nos mantengamos alejados de las hormigas.  No tienen lecciones para nosotros; son pequeños instrumentos locos, inhumanos, incapaces de controlarse a sí mismos, faltos de buenas maneras y sin alma.  Cuando están aglomeradas, en mutuo contacto, intercambiando fragmentos de información, sostenida en sus mandíbulas como memorandos, integran un animal único.  Atendamos a ello.  Es un envilecimiento, una pérdida de individualidad, una violación de la naturaleza humana, un acto no natural.

Hay personas que abogan en pro de este punto de vista con seriedad y profunda reflexión.  El mensaje mira por los individuos, solitarios y egoístas.  Altruismo, palabra de jerga para lo que acostumbraba llamarse amor; es peor que la debilidad, es pecado, es una violación de la naturaleza.  Permaneced separados.  No seáis animales sociales.  Pero este es un argumento que difícilmente convencerá si tenemos en cuenta que dependemos del lenguaje para exponerlo.  Sería necesario imprimir folletos o publicar libros, venderlos y enviarlos a todas partes; se tendría que aparecer en televisión y captar la atención de millones de otros seres humanos y entonces decirles a todos ellos: sed solidarios; no dependáis unos de otros.  No se puede hacer esto y, al mismo tiempo, mantener una expresión adecuada.

Quizá sea el altruismo nuestro atributo más primitivo, lejos de nuestro alcance, más allá de nuestro control.  O tal vez lo tengamos a mano, disponible, esperando a ser liberado, disfrazado ahora, en nuestra civilización, como afecto, amistad o vinculación.  No veo por qué habría de ser irracional el que todos los seres humanos tuviésemos cadenas de ADN enrolladas en cromosomas, que codificasen nuestros instintos para la utilidad y la solidaridad.  La utilidad podría resultar que fuera la prueba más dura de aptitud para la supervivencia, más importante que la agresión, más eficaz, a la larga, que la usurpación violenta.  Si esta es la clase de información que la ciencia biológica nos depara para el futuro, aplicable tanto a nosotros como a las hormigas, entonces estoy por completo del lado de la ciencia.

Hay algo que me gustaría saber más que nada: cuando aquellas hormigas construyeron su hormiguero y están todas en él aglomeradas tocándose y cambiando noticias, y la masa entera comienza a comportarse como una criatura única y enorme y piensa, ¿qué rayos es ese pensamiento?  Y, ya que estamos en ello, me gustaría saber algo más:  cuando eso sucede ¿sabe algo acerca de ello alguna hormiga en particular?  ¿se le ponen los pelos de punta?



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