El cerebro que huele

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El cerebro que huele. Premio Nobel de Fisiología o Medicina 2004
     La vista y el oído han sido tradicionalmente percibidos por el ser humano como los sentidos fundamentales para encarar la aventura de vincularse con el mundo. El olfato es, en cambio, un sentido algo olvidado, aunque se sabe que resulta esencial para los animales cuya alimentación y supervivencia depende de la identificación de los olores. Los olores resultan tan difíciles de describir que lo hacemos recurriendo a analogías, confirmando el escaso valor que les asigna nuestra cultura. Contamos con palabras que designan una gama muy vasta de matices de colores, pero ninguna que denote tonos y tintes de un olor.

     Sin embargo, olores y sabores, más allá de sus efectos placenteros o desagradables, están íntimamente ligados a la evocación, tienen que ver con la memoria. En su obra “En busca del tiempo perdido”, Marcel Proust consigna su ya famosa reflexión sobre la capacidad de evocación de un bizcocho en el té: “Cuando ya nada queda del pasado, después que las personas han muerto, luego que las cosas se han roto y desparramado… su perfume y su sabor permanecen en equilibrio mucho tiempo, como almas… resistiendo tenazmente, en pequeñas y casi impalpables gotas de su esencia, el inmenso edificio de la memoria”. Al igual que Proust al percibir el olor de la magdalena, de pronto, un aroma nos hace recordar algo sepultado profundamente en nuestra memoria y basta ese olor para recrear todo un mundo de vivencias y sensaciones.

     A lo largo de la historia de la ciencia, los investigadores han realizado numerosos intentos destinados a descubrir los mecanismos mediante los que se perciben los olores. El Premio Nobel de Fisiología o Medicina 2004 acaba de reconocer la labor pionera de dos de esos científicos, Richard Axel del Howard Hughes Medical Institute de la Universidad de Columbia en Nueva York y Linda Buck que trabaja en el Fred Hutchinson Cancer Research Center de Seattle, ambos en los Estados Unidos de América, país en el que nacieron en 1946 y 1947, respectivamente. Axel, como profesor, y Buck como estudiante postdoctoral, trabajaron inicialmente en el laboratorio de Axel en la Universidad de Columbia y prosiguieron luego, de manera independiente, su intento de responder interrogantes fundamentales acerca del modo en que el cerebro percibe los olores presentes en el aire. Los miembros del comité del Instituto Karolinska, que atribuye la distinción, señalaron que para otorgarla no se tomó en consideración ningún posible beneficio médico o comercial de estas investigaciones sino que se buscó destacar “un avance excepcional en la exploración de uno de los sentidos humanos más profundos”.

     El estudio de Axel y Buck1 que constituye la piedra angular de estas investigaciones fue publicado en 1991. A partir de entonces ellos desarrollaron una serie de elegantes investigaciones, en las que disecaron el proceso del olfato hasta el nivel molecular. Los resultados de esos estudios, que son los que les han valido este premio, nos han permitido comprender algo más acerca de la naturaleza del sentido olvidado.

     Diversas investigaciones sugieren que, en promedio, el ser humano tiene la capacidad de reconocer hasta 10.000 olores diferentes. Nuestra existencia se desarrolla en un ambiente en el que nos envuelven moléculas que pueden ser olidas, llamadas odoríferos, generadas en la naturaleza o en la actividad humana. Desde hace mucho se sabe que en el techo de la cavidad nasal se aloja un grupo de células que están vinculadas con el sentido del olfato, el epitelio olfativo. Hay casi 5 millones de esas células olfativas agrupadas en una superficie muy pequeña. Sus proyecciones, luego de pasar por una estación de relevo, el bulbo olfativo, se conectan con áreas específicas de la corteza cerebral. Los trabajos de los neuroanatomistas clásicos, entre los que se destacan las investigaciones de Santiago Ramón y Cajal, han permitido establecer con gran precisión la estructura microscópica de estos centros nerviosos.

     Sin embargo, más allá de la determinación precisa de las conexiones neuronales, el verdadero desafío consistía en descubrir qué es lo que explica  que percibamos como olores las diversas sustancias químicas presentes en el ambiente. La primera aproximación a esta cuestión consistió en suponer que en la superficie de las células del epitelio olfativo debían existir receptores dotados de la capacidad de reconocer los odoríferos. La unión de estas moléculas a los receptores, deberían estimularlas a enviar señales al cerebro. Tal como lo relata Axel, esas proteínas receptoras constituirían la clave para resolver dos dilemas básicos: ¿el sistema recurre a unos pocos receptores diferentes para responder a miles de moléculas distintas o, por el contrario, existe un gran número de receptores relativamente específicos? y, además, ¿cuál es el modo en que el cerebro procesa estas respuestas para discriminar entre olores?

     Recurriendo a una serie de complejas técnicas de biología molecular, Axel y Buck lograron identificar en ratas una gran familia de genes con más de 1.000 miembros diferentes –es decir, que representan entre 2% y el 3% del total de los genes de la rata– que dan origen a un número similar de proteínas que son las que actúan como receptores olfativos. Si bien estas proteínas receptoras poseen una estructura bastante similar –pertenecen a la familia de las proteínas G que atraviesan la membrana celular– diferencias sutiles entre ellas son las que les confieren la especificidad hacia las moléculas odoríferas. A diferencia del sistema visual que puede distinguir miles de colores recurriendo a tres tipos de receptores diferentes, el número de receptores olfativos es comparativamente enorme. En el ser humano se han identificado alrededor de 350 tipos de receptores diferentes, es decir, que el mundo olfativo de una rata es infinitamente más rico que el nuestro.

     El otro hallazgo fundamental consistió en la demostración de que cada célula receptora exhibe sobre su superficie, es decir, expresa, un solo tipo de proteína receptora. Por lo tanto, debe haber al menos tantas células como receptores posibles. Se comprobó que hay cerca de 5.000 células que exhiben sobre su superficie cada uno de los tipos de receptores. Además, se pudo demostrar que cada receptor tiene la capacidad de detectar un número limitado de moléculas odoríferas, respondiendo a ellas con distinta intensidad. En resumen, cada grupo de células del epitelio olfativo se encuentra altamente  especializado en detectar unos pocos odoríferos.

     En general, los olores están compuestos por varias moléculas y cada una de ellas activa varios receptores específicos. De modo que se genera un complejo código combinatorio que forma el que se denomina “patrón odorífero” de una sustancia. Estos patrones son los que proporcionan la base de nuestra capacidad de reconocer y recordar tantos olores diferentes.

     Al producirse la interacción entre la molécula y la célula específica, ésta se activa mediante una compleja cascada de reacciones químicas. Estas han sido caracterizadas con precisión por ambos grupos y en ellas interviene la formación del AMP cíclico y la posterior apertura de canales iónicos. Se genera así una señal que es la que viaja, mediante los delgados procesos de las células neuroepiteliales, hacia las estructuras del bulbo olfativo conocidas como glomérulos olfativos. El aspecto más interesante de estos estudios consistió en la comprobación que las células receptoras que poseen el mismo tipo de receptor en su superficie, envían sus procesos a los mismos glomérulos. De esta manera, manteniendo la especificidad, la información es transmitida a otras zonas cerebrales donde se combina con la que proviene de otros receptores, generándose de este modo patrones que permiten el reconocimiento consciente de casi 10.000 olores diferentes. «El cerebro dice esencialmente algo así como: estoy viendo la actividad en posiciones 1, 15 y 54 del bulbo olfativo, que corresponden a los receptores odoríferos 1, 15 y 54, por lo tanto, el olor percibido debe ser el del jazmín», sugiere Axel. Otros olores serían identificados por combinaciones diferentes de este verdadero alfabeto de receptores. Es de este modo que vamos construyendo la memoria de lo que hemos olido. En otros términos, existe una especie de ruta marcada que se extiende desde cada subtipo de receptor hasta la corteza cerebral que se mantiene así permanentemente informada acerca del grado de activación de los diversos tipos de receptores.

     Mediante el empleo de una técnica muy ingeniosa esos mapas se han construido también para la corteza cerebral en el laboratorio de Linda Buck –la sexta mujer en ganar este Premio Nobel en sus 103 años de historia– quien luego de dejar a Axel trabajó en Harvard antes de establecerse en Seattle. La identificación de esos mapas era algo que hasta hace poco parecía imposible. Lo recuerda Linda: “La primera vez que vi el mapa de la corteza cerebral activada por distintos olores, me quedé extasiada por lo hermoso que era poder comprender, al cabo de tantos años de esfuerzo”.

     Reflejando la competencia feroz por conocer que se desencadenó en ese campo cuando se comenzó a percibir que parecía posible develar su funcionamiento, el olfativo se convirtió en el primer sistema sensorial en ser descifrado recurriendo a complejas técnicas moleculares. Lo más interesante es que estos principios generales –que vinculan a los genes con la percepción y a esta con la conducta– han demostrado ser aplicables a otros sistemas, planteando nuevas preguntas en una sucesión que no parece tener fin. El viaje que comenzó en la nariz, ha ido progresando hasta las zonas cerebrales que controlan las emociones y otras respuestas complejas del organismo. Como afirma Buck, “estudiamos los sentidos pero apuntamos cada vez más hacia dentro del cerebro”.

     Cuando recibieron la noticia del premio proveniente de Suecia, ambos investigadores reaccionaron de manera coincidente. Axel dijo: “Si me debiera dirigir a los jóvenes, les diría que el placer de la ciencia reside en el proceso y no en el fin. La ciencia no progresa hacia un fin sino que es un camino de descubrimiento que es, en sí mismo, una fuente de placer”. Y Buck señaló: “Es importante estudiar aquello que nos fascina, atacar un problema que realmente nos interesa. Se quiere investigar aquello que uno está desesperado por comprender. Es entonces que se experimenta placer y surgen también los grandes descubrimientos, a partir de ese impulso por conocer lo ignorado. No necesariamente se sabe cómo hacerlo pero sólo al intentarlo con esfuerzo se tropieza con el éxito”.

     Las investigaciones que han valido a sus autores tan importante reconocimiento –así como el dulce aroma del éxito– representan sólo una fracción del masivo esfuerzo que llevan a cabo científicos de todo el mundo para descifrar la asombrosa complejidad del cerebro. Sobre todo, el modo en el que encara el desafío de la diversidad. El estudio del sistema olfativo no es sino un paso más, aunque muy importante, en la exploración y conquista de la última frontera: la comprensión de lo que constituye nuestra esencia, la identificación de los mecanismos mediante los que nos vinculamos con el mundo y con los demás seres humanos.

Guillermo Jaim Etcheverry
E-mail: jaimet@mail.retina.ar
1. Buck L, Axel R. A novel multigene family may encode odorant receptors: A molecular basis for odor recognition. Cell  1991; 66: 175-87.

Autor: Guillermo Jaim Etcheverry
Fuente: SciELO Argentina. 
Web:http://www.scielo.org.ar



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