Aporte teórico a la fisiopatología de la drogadicción por inhalantes

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El desarrollo evolutivo se cumple con la diferenciación del aparato psíquico como un sistema de inscripciones. Esto significa que acontecimientos privilegiados de distintas épocas de la vida van ingresando al sistema nervioso y pautando al sujeto. A su vez, estas etapas de los acontecimientos son decisivas para la producción de las distintas patologías. Según la “teoría de la regresión” en psicopatología, cada psicosis, neurosis o afección psicosomática estaría estructurada en virtud de la dominancia de una fase psicoevolutiva y del predominio de sus registros específicos, a cuyos condicionamientos se vuelve como respuesta a factores precipitantes.

     ­Se sabe que en psicoanálisis los puntos de fijación y regresión de la libido corresponden a las fases, cronológicamente ordenadas, de la oralidad, analidad y falicidad con sus correspondientes subdivisiones, que a su vez aportan la base estructural de diversas afecciones y caracterologías. Nuestro aporte a la psicopatología de la drogadicción por implantes se apoya en la teoría de la regresión pero utiliza además el constructo de una etapa nasal que antecede a la oral y cuya elaboración y convalidación clínica no se había intentado hasta la publicación de nuestro libro “La etapa nasal”.

   La vinculación madre-hijo durante la etapa nasal es, por mediación del olfato, de naturaleza fusional: es una vinculación plena, cerrada, capsular, envolvente, penetrante. Por el vínculo olfativo niño y madre son una misma persona. No sólo el niño le inhala fusionalmente sino que él es también inhalado por la ella. Esta experiencia ingresa y se inscribe en el cerebro límbico del bebé, incorporando en su sistema nervioso y aparato psíquico, núcleos primarios de identificación e identidad.

     Hipotetizamos que en el adicto el vinculo olfativo fusionante madre—hijo ha sido inadecuado de alguna manera, en consecuencia serán inadecuados también la función yoica y el desarrollo de la identidad.

     En consonancia, el Yo del adicto es un Yo primitivo (lo que se manifiesta en lo pueril, omnipotente y mágico de sus actitudes), lábil (es decir, falto de continencia, lleno de contradicciones y de fracasos en los propósitos y las promesas), débil (como lo muestra la falta de firmeza de la voluntad, motivaciones e intereses) y frágil (sujeto a fáciles derrumbes y quiebras)

    Los factores precipitantes de la regresión son las exigencias de la realidad. Ante estas demandas tiene el adicto la sensación de perder la vida y no ser nadie ya que su ser quedó inconstituido y fijado en la etapa nasal. El incremento de ansiedades a que lo expone la realidad lo compulsa a la búsqueda de su ser atrapado en la vinculación olorosa fusional con el cuerpo materno. Y como no puede, como el esquizofrénico, desarrollar una regresión alucinatoria y delirante espontánea, acude a lo que le provea el delirio y la alucinación de manera artificial: la droga, que al ser inhalada le concede la posibilidad de sobrevivencia ya que le permite reconstruir la fusión primitiva.

      La droga genera estados que hacen pensar en otras nosologías -psicopatías, psicosis, histerias- pero en definitiva son falaces ya que están allí sustituyendo por “el parecer’ la “falta de ser” que es lo esencial en el cuadro.

Desde lo olfativo, con su erogeneidad incrementada, los adictos a inhalantes logran el escape del mundo externo recreando un estado fusional narcótico, donde inhalan y son inhalados por una existencia ilusoria, de cualidades volátiles, donde el ser se despliega fantasiosamente.

     Si analizamos las modalidades de un grupo de adictos, encontraremos también la característica fusional de este estado; veremos que en el momento de inhalar desdibujan sus limites. Fuman el mismo porro, inhalan el mismo polvo y con el mismo tubo, practican una sexualidad promiscua e indiscriminada pues para ellos todos son uno. El código verbal, la jerga, toma las características sectarias de un idioma según el cuál aquél que no lo habla, no entra.

    La estructura psíquica del drogadicto por inhalantes es un castillo edificado sobre nube o polvo, en el aire. El sujeto es continuamente invitado a su mágica construcción, prontamente y sin trabajo, ventaja que no puede ofrecerle la realidad. Esto es una trampa tendida por el Superyo olfativo al que hemos denominado catador -o cazador en su modalidad menos benigna- un Superyo que exige siempre oler y establece el código de las sustancias adecuadas a las que sujetarse. Este Superyo encuentra su representante en la figura del traficante, corruptor o compañero que obliga al yo del sujeto a proyectar el ordenador nasal al exterior, donde está la droga. Ella es ahora el organizador -calma, tranquiliza, organiza la secuencia de los pensamientos, acelera, alucina, evade, posibilita la huida- La trampa está tendida desde el Superyo para aliviar la tensión que despierta el sentimiento de “no ser’. Sólo en lo profundo y primitivo de su psiquismo, arraigado en la fusión con el ser de la madre, el drogadicto puede recuperar un modo de existir y soportar la defusión evolutiva.

Para cada uno de nosotros evolucionar ha significado aceptar la separación de la fusión materna, que es al cabo fusión incestuosa; todo desprendimiento moviliza ansiedades de muerte, pero es necesario enfrentarlas para crecer. En el drogadicto por inhalantes, el anhelo de fusión y la imposibilidad de defusionarse pivotea entre el incesto y la nada, de allí que pueda decirse de él, como de Mirra, su mitológico antecesor incestuoso: “fatal le parece su vida o su muerte”. Mirra, madre a su vez de Adonis, el hijo oloroso, mito al cual será oportuno referirse sumariamente. Los mitos proveen las fantasías especificas que subyacen a una afección y a la función de los órganos. Con el personaje de Mirra nos conectamos con lo olfativo ya que la mirra es una gomorresina aromática, de gusto amargo y con forma de lágrimas que los antiguos tenía por bálsamo precioso. Mirra es nieta de Pigamalión, escultor enamorado de la criatura de mármol que esculpiera y a quien Venus le concede el milagro de copular con ella. A su vez Mirra sentirá un amor incestuoso hacia su padre Ciniras, el hijo de los amores de Pigmalión, y se introducirá en su lecho amparada por la oscuridad y la embriaguez del padre. Después de noches de incesto, descubierta y furiosamente rechazada, en su huida ruega el prodigio de ni vivir ni morir, porque fatal le parece para los otros su vida o su muerte, y entonces se transforma en el árbol que lleva su nombre y de cuyo tronco nacerá tras diez meses el producto de su incesto, el aromático Adonis, dotado de una seducción irresistible, que atraerá en disputa los amores de Afrodita y Proserpina y que se entregará a los placeres amorosos a la edad en que corresponden juegos inocentes. Pero Adonis nunca madurará. No llegará a ser ni guerrero ni esposo. Embestido por un jabalí, que no es otro que Ares, celoso de Venus,  en contraposición con sus características aromáticas va a caer muerto sobre plantas de lechuga, vegetal frío, húmedo, inodoro y antiafrodisiaco. Con todo, de la sangre de sus heridas nacerán las anémonas y Venus inaugurará en su honor un culto fúnebre que se celebra anualmente en los días de las canículas, días de la recolección de las plantas aromáticas, que son los días de la conjunción de la tierra y el sol y del desenfreno sensual femenino, celebrado no en los templos sino en terrazas y techos, donde amantes perfumados construyen los llamados “jardines de Adonis” y entre granos de incienso y panes de mirra gozan sexualmente hasta la embriaguez.

   Adonis es el niño-adolescente, oloroso y seductor, que es inhalado por las diosas madres a la vez que se adosa a ellas en un vinculo ajeno a otra mediación.

   Reiteremos ahora que en la relación madre—hijo, los aromas de la madre y del cuerpo del bebé organizan las funciones biológicas de la necesidad y de la sobrevivencia, originando los núcleos primigenios del placer y del deseo. La función de sobrevivencia se cumple apoyada por la erogeneidad olfativa. La madre, consciente o no, posibilita, ejecuta, adecua, prolonga la fusión incestuosa para que el bebé pueda establecer las raíces fundantes de su psiquismo. Pero sobre estas circunstancias se cierne la prohibición del incesto y la necesidad de la desodorización cultural y evolutiva. A través del bulbo olfatorio se asentarán en el sistema nervioso los núcleos de este conflicto que, o culpabilizan a la madre por la estrechez de la relación, o al hijo, por pretender retenerla plena y permanentemente.

La madre interna del adicto, tiene características abandónicas. Ya sea por el sentimiento experimentado por su real modalidad o por las propias exigencias incrementadas del niño de prolongar la fusión. Aunque no sea lo que verdaderamente acontezca, siente que no le pertenece exclusivamente. Con la inhalación, el drogadicto intenta recuperarla y recuperarse en identificación funcional olfativa con ese imago, articulando los restos fragmentarios de su pasaje por la vida. O es la blanca estatua del pedestal que amaba Pigmalion, intocable e inodora, o supone en ella un goce de promiscuidad con carcterísticas de prostitución, como si ella se  entregara a muchos, a todos, a cualquiera. Persigue así dos objetivos: la pura y blanca droga o cualquier cosa, lo que sea: pegamento embolsado, caños de escape, vapores de nafta. Se provee al mundo interno de una madre casta y nívea, o se cae en la marginal. Ambas abandonan y a cual sea de las dos se procura reencontrar. A la blanca estatua del pedestal o a la abyecta. Secretamente el drogadicto satisface sus anhelos incestuosos con el recurso de la narcotización. Como Mirra introduciéndose en el lecho del padre embriagándolo, o como su abuelo Pigmalión fornicando con la marmórea criatura. La culpa se volatiliza, se deposita en la droga, como se depositó en la madre su identidad y el organizador nasal propio de su yo. La droga es la madre, el ser. La Virgen, la Reina, Afrodita y Proserpina; el cielo y el infierno. ¿Y qué del padre? La fusión está desmembrada desde el inicio. El padre tiene poco margen para instalarse en esta etapa y la triangularidad -que nuestra teoría propone se produce cuando la madre incorpora en la díada el olor del padre y del coito que lleva en su piel- es comprobatoria de que padre e hijo se procuran la satisfacción de esa mujer a quien le da lo mismo el uno o el otro. Por otra parte, el padre, al no detentar la ley para la discriminación de los roles, parece disponer de la madre de una manera abusadora, por lo cual ofrece una imagen negativa de identificación.

Fuente: Dr. Luis Carlos H. Delgado, Lic. Graciela Verónica García



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