Olfato, el sentido indescripto

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De los cinco sentidos conocidos el lenguaje humano en cuatro de ellos, en todos los idiomas conocidos, ofrece palabras para la transmisión de impresiones entre las personas, a saber:

–         Para la vista, el principal o dominante entre los sentidos: la entera gama de los colores tiene nombre propio. Y gran variedad de adjetivos para detallar como jaspeado, claro, oscuro, nítido, etc…

–          Para el sabor, muy emparentado o auxiliado con el olfato: los cuatro sabores clásicos que la lengua percibe: amargo, dulce, ácido y salado.  Alguna expresión extra, como «soso» o «desabrido» que se relaciona con el sabor o su ausencia.

–         Para el sonido, los extremos, grave y agudo, y expresiones equivalentes como sonido ronco, voz gruesa, vibrante, etc…

–         Para el tacto una serie de detalles o impresiones: blando, duro, áspero, suave y  similares. 

El olfato, en cambio, no dispone de sustantivos ni casi de adjetivos. Si se quiere decir cómo huele la madera de pino, debe decirse que huele como madera de pino. La inmensa mayoría de los olores no tienen forma de ser descriptos sino con la mención de la misma sustancia o cosa que los genera.

No existe tampoco un grupo de sustancias relativamente limitadas que puedan ser referidas como aproximadas o parecidas a otras; en el sabor por caso la sal o el azúcar – un determinado alimento de uso extendido – son tomadas como el paradigma de «salado» o «dulce» pero con el olfato no se encuentran establecidas sustancias con olores que puedan llamarse típicos o de referencia.

Los adjetivos para los olores son vagos y de aplicación extendida a otros sentidos: de «fuerte» o «débil» o «suave» o «rico» puede calificarse tanto a un olor, sabor o sonido. «Rancio» o «podrido» es un calificativo práctico relacionado con la calidad, identifica a un conjunto de olores que producen repugnancia y se utiliza, principalmente, para comunicar que un alimento está en mal estado.

Esta falta de detalles en el idioma para con el olfato pudiera primariamente culparse al papel secundario que el olfato cumple; pero dicha condición subalterna es con respecto a la vista. El tacto no es un sentido principal y sin embargo cuenta con mayor cantidad de adjetivos; el sabor depende ciertamente del auxilio del olfato y dispone cuando menos de esos cuatro puntos cardinales: salado, dulce, etc… No así el olfato mismo.

Por tanto, la falta de expresiones descriptivas no puede excusarse en la «jerarquía» del sentido olfato sino, mas bien, en la variedad inmensa de olores y – esto podría ser lo más relevante – en la incapacidad o imposibilidad para agruparlos por categorías como «ásperos» o «amargos» o cosa similar. Para nuestra primitiva concepción, pues, la «cosa» y «el olor de la cosa» son lo mismo o se llaman igual y son biunívocos. Como en la teoría de los conjuntos, a cada miembro del conjunto «A» (una cosa concreta o una cosa perteneciente a una determinada especie) corresponde un objeto del conjunto «B» (un olor).  La falta de «nombres de olores» podría deberse a que el objeto y su olor van asociados, se llaman igual, la primer percepción o identificación del objeto ES el olor.

Viendo ciertos mamíferos como los perros o el comportamiento de los bebés humanos al nacer está claro que la identificación de los objetos por su olor es lo primario.  Una cosa es lo que huele ser, luego le aparecerán detalles como ser de color rojo y suave al tacto.

A posteriori la tradición oral y después la historia escrita disimulan la presencia del olor en nuestras percepciones. No disponemos de «nombres de olores» y por tanto se habla y escribe poco de ellos; no obstante, al nombrar cada cosa a su olor se está nombrando.

Fuente: Andrés Barrera



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