La violencia en la sociedad actual

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La violencia en la sociedad actual

Introducción

Estamos llegando tarde los investigadores y trabajadores de la salud al problema de la violencia.  En el mundo al revés en que vivimos, nos acostumbramos a vivir como si la violencia no existiera, o como si fuera un problema ajeno o de menos cuantía, o como si fuera parte natural del paisaje de la sociedad contemporánea.  Y mientras tanto ella, la violencia, ha penetrado todos los escenarios de la vida individual y social, todas las fibras del tejido colectivo y cada uno de los territorios de la geopolítica mundial.

Como problema social de alta prioridad, la violencia es también hoy un gran problema para la salud pública internacional.

Aquí en la Argentina, hace ya una década que la tercera parte de los niños y adolescentes que mueren son víctimas de violencia y ambos grupos son las principales víctimas del gatillo fácil.  A nivel regional, son niños y niñas las principales víctimas del maltrato doméstico y callejero y de las violencias y violaciones sexuales.

Decidí centrarme en hacer algunos enunciados y provocaciones sobre cuatro puntos específicos que considero de la mayor importancia para la discusión y la acción.

1.Sobre el concepto de violencia

Como lo he expresado en varias ocasiones, entiendo por violencia toda forma de interacción humana en la cual, mediante la fuerza, se produce daño al otro para la consecución de un fin. Es decir: entre las múltiples formas que hemos desarrollado los humanos para relacionarnos, la violencia es sólo una de ellas.  Y es justo aquella que reúne tres características esenciales: que para la consecución de un fin recurre a la fuerza y le produce daño al otro.  Es entonces una relación de fuerza, en cualquiera de sus modalidades e intensidades y que, por tanto, acalla la palabra y el discurso.  Fuerza que daña el funcionamiento orgánico o psicoemocional, que hiere o golpea, mata o presiona, suprime derechos o limita su ejercicio.  Y siempre con un fin: sostener o sustituir un poder, un conjunto de intereses específicos, un ordenamiento social, una escala valorativa o un mundo de representaciones.  Puede decirse entonces que la violencia es una realidad histórica, una realidad ontológicamente humana y una actividad socioculturalmente aprendida.

Podemos decir, en primer lugar, que no existe una, sino múltiples violencias, diferenciadas por los actores y sus fines, por el tipo de víctimas escogidas y por las modalidades, intensidades, escenarios y contextos en que se desarrolla.  Podemos afirmar, en segundo lugar, que la violencia es un proceso, un conjunto organizado de pasos hacia la realización de acciones conducentes a fines.  Esto quiere decir que hacen parte del acto violento tanto la creación de las condiciones que posibilitan la violencia, como las acciones de preparación y ejecución de dicho acto y sus condiciones inmediatas y mediatas en los niveles individuales y grupales.  Podemos decir también, que la violencia no obedece ni a un determinismo genético o bioquímico, ni a un determinismo o fatalidad social.  No se trata de negar a priori la posibilidad de que lleguen a encontrarse asociaciones entre ciertas conductas violentas y la presencia o ausencia de determinadas estructuras o componentes del orden bionatural.  Pero sí de sustentar la naturaleza esencialmente histórica y sociocultural de la violencia.  Podemos igualmente afirmar que, si bien en casi todos los pueblos y períodos históricos ha habido violencia, su intensidad, sus formas y dinámicas han sido muy variables.  Es decir, si bien resulta una utopía pensar en una sociedad con violencia cero, dado que siempre será una de las posibilidades de relación interhumana, es perfectamente pensable lograr sociedades con niveles de violencia muy por debajo de los altísimos que actualmente tenemos en países como Colombia o Yugoslavia, en donde la agresión bélica lleva la violencia hasta sus máximos niveles, pues la guerra es eso: el imperio absoluto de la violencia.

  1. Algunos obstáculos para pensar y actuar hoy ante la violencia

  La negación de la violencia.  En este mundo al revés, pretendemos vivir como si no, como si la violencia no existiera, o no nos afectara, o fuera algo de los otros.  Por esta vía de la negación nos vamos acostumbrando a la violencia, la banalizamos, perdemos la capacidad de asombro y reacción y siempre tenemos a la mano o en la boca una razón para evadirla, ocultarla, minimizarla.  Con un agravante, estos procesos de negación y banalización no son sólo de los individuos.  Son sociales e institucionales.  A muchos gobiernos no les conviene o no les interesa aceptar ciertos tipos de violencia.  Ciertas instituciones, la escuela o algunas de salud, por ejemplo, se escandalizan de saberse o sentirse señaladas como violentas.  Y aun en las familias, los niños y hasta los adultos terminan por no identificar violencia sino a partir de un golpe fuerte o de la sangre.  La superación de este obstáculo, equivalente a quitarnos el velo que nos impide ver y aceptar las propias violencias y asombrarnos con ellas, es precondición tanto para la comprensión del problema como para su adecuado enfrentamiento.

Otro obstáculo frecuente, mantenido en parte por los medios de comunicación, es él de reducir la violencia a la lógica policial de buenos y malos.  Por supuesto que nos sitúan o nos situamos en el bando de los buenos y desde allí vemos a distancia y con desinterés  y desprecio a los malos, los violentos.  Es un guión perverso que nos aliena ante el problema, nos aleja de la realidad, nos clasifica de manera incorrecta y convierte la violencia en espectáculo que vemos desde la barrera.  El guión de la violencia es mucho más complejo.  Ni los bandos parecen ser el de los buenos y el de los malos, ni siempre somos de los buenos. Y, a menudo nos encontramos no detrás de la barrera sino en el centro mismo de la confrontación violenta.  También es necesaria la remoción de este obstáculo para comprender la realidad del problema e intentar superarlo.

Y un tercer obstáculo, específico de quienes hemos formado y trabajado en el campo llamado de la salud.  Es el intento de aplicar a la violencia la lógica bionatural de la enfermedad y pretender enfrentarla con ella y con las prácticas que le son propias.  Como sabemos, el paradigma aún dominante es el de las enfermedades infecciosas, construido desde finales del siglo pasado.  La enfermedad es una infección, producida por un agente específico, con una historia natural propia, tratable en la medida en que se conozca suficientemente bien la historia natural y haya los recursos específicos.  Con esta lógica se asume la violencia como enfermedad, al victimario como el agente etiológico y a la víctima como el paciente y se procede, en consecuencia, a identificar factores de riesgo y puntos de intervención.  La violencia no cabe en la lógica de la enfermedad.  Casi nunca tiene un único agente causal.  Sus víctimas no son sólo enfermos.  Las disciplinas médicas, incluida la epidemiología convencional, no alcanzan a dar cuenta de las múltiples y complejas dimensiones del problema.  Y ni todo es prevenible, ni existen vacunas o medicamentos antiviolencia.  De los peores aportes que haríamos desde el campo de la salud a la violencia sería medicalizarla, pretender someterla a nuestra lógica, a nuestras prácticas y a nuestras instituciones.  Necesitamos, por el contrario, aproximarnos a las lógicas y dinámicas de la violencia, a la complejidad de contextos y actores implicados, a las distintas disciplinas requeridas para comprenderla, entre ellas: la economía política, la sociología, el derecho, la ética, la antropología, la psicología y la epidemiología social.

  1. Contextos explicativos de la violencia en la sociedad actual

He empezado a pensar que existen, en la sociedad contemporánea, tres contextos explicativos básicos para las múltiples y graves violencias que padecemos, a saber: uno económico, otro político y otro socio-cultural.  El primero tiene que ver con la conflictividad derivada de la posesión y distribución de la riqueza en el mundo y en el interior de los países, con los juegos del poder económico a distintos niveles y con las relaciones sociales, entre naciones, instituciones y personas, derivadas del ordenamiento económico establecido.  El segundo tiene que ver con las confrontaciones derivadas de las interacciones Estado-ciudadano-sociedad, con la distribución y el ejercicio del poder político en los escenarios internacionales, nacionales, regionales y locales y con la vigencia o no de los derechos de los ciudadanos y de los estados.  Y el contexto socio-cultural integra el conjunto de las situaciones, condiciones y razones que, desde las relaciones entre las personas y las instituciones, entre las instituciones mismas y en las confrontaciones de las diversas representaciones culturales y las construcciones valorativas, generan la posibilidad de los intentos de resolución por la vía de la fuerza.

Creo que, de lejos, la inequidad constituye en la actualidad la principal condición estructural posibilitadora y dinamizadora de la violencia a nivel internacional.  La inequidad, como expresión de diferencias injustificadas, innecesarias y, por tanto, evitables e irritantes en la distribución y posición de las riquezas, los recursos, las oportunidades, el conocimiento y la información.  Inequidades también en relaciones entre géneros, etnias, países y grupos sociales y etarios.

La inequidad genera en su límite externo un fenómeno que para algunos es el detonante final de la violencia: la exclusión, que aun etimológicamente significa quedar por fuera, sin opción alguna, borrado del mapa de los mínimos de la dignidad y los recursos.  Si del nivel planetario saltamos al nivel individual, reafirmamos con mayor claridad que, efectivamente, cuando nos colocan en condición de exclusión es una de las situaciones en las cuales se nos hacen incontrolables fuerzas y sentimientos arrasadores que, de otra manera, hasta canalizamos constructivamente.

Otra condición estructural de algunas sociedades contemporáneas es la intolerancia, que tiene que ver con la incapacidad de tramitar las diferencias de manera civilizada, con negación de diferente, dogmatismo, absolutismo y, también, con exclusión.  La intolerancia generalizada a las diferencias es otro caldo de cultivo de las violencias contemporáneas tanto en los espacios públicos como en los privados, y en los niveles macro y micro.

Al menos en mi país se ha identificado otra condición estructural de la violencia actual.  Es la impunidad que, como sabemos, hunde sus raíces en el mundo del derecho, de la penalización y del castigo social a las transgresiones de las normas en general aceptadas, pero a veces impuestas.  La hipótesis en la relación impunidad-violencia apunta en el sentido de que si la sociedad pierde su capacidad de censurar y castigar las transgresiones a los acuerdos y normas fundamentales, facilita y aun llega a estimular nuevas y mas graves transgresiones.  Es también conveniente aclarar que estas relaciones no siempre son sólo unidireccionales.  La facilitación que la impunidad hace a la violencia se revierte en ocasiones a incrementos de la impunidad producidos por la propia violencia.

La contribución que en varios países ha hecho el alejamiento del Estado de su responsabilidad de impartir justicia en la creación de condiciones favorables para el surgimiento de organizaciones y mecanismos de justicia privada, y para forzar a los ciudadanos y ciudadanas a intentar ejercer la justicia con sus propias manos, es otra responsabilidad estatal en el incremento actual de las violencias.

  1. La violencia actual como problema de salud pública internacional 

Sin pretender diluir en una vaga responsabilidad internacional la génesis y dinámica de nuestras violencias, ni pretender asignar a la “comunidad internacional” y sus organismos mediadores la tarea de la búsqueda de soluciones al problema, planteo para la discusión que tanto en su genética como en su fisiología, en sus manifestaciones y consecuencias como n sus posibles soluciones, la violencia es un fenómeno internacional, un problema de salud pública internacional.

En primer lugar: Como campo de conocimiento, la SPI debe contribuir al estudio e investigación de las dimensiones internacionales de la violencia y de su impacto negativo sobre el bienestar y la calidad de vida de las personas y de los pueblos.  Se trata, claro está, de un conocimiento no médico, no sólo bionatural, sino multidisciplinario e interprofesionalmente trabajado, como corresponde al problema en cuestión.

En segundo lugar: Las enormes implicaciones que por distintos mecanismos está teniendo el problema de la violencia sobre la práctica de los profesionales de la salud están demandando repensar aspectos de la práctica, de la organización y distribución de los servicios y aun de la fundamentación ética del quehacer profesional en salud.

En tercer lugar: Como mínimo la SPI debe contribuir a que el sector reduzca su participación tanto en propiciar la violencia mediante sistemas excluyentes y mercantiles de prestación de servicios, como mediante sistemas autoritarios o inadecuados de atención a la población en general y a las víctimas de la violencia en particular.  La reducción de las inequidades en salud puede ser la contribución más importante al respecto.

Cuarto: El fomento de la cooperación internacional en situaciones de intensa conflictividad nacional o regional y en los procesos regulares de planeación, ejecución, implementación y evaluación de políticas y programas es otro campo privilegiado y largamente experimentado de la SPI, que bien puede intensificarse de cara  a la situación de violencia.

Y, finalmente, la promoción de la salud como práctica positiva del bienestar, como defensa del derecho a la vida con dignidad y cultivo de la calidad de vida y de valores positivos equidad, solidaridad, tolerancia y convivencia, puede ser un instrumento clave en la acción de la salud pública internacional.

Fuente: Dr. Saul Franco (MD. MMS, Ph.D. Docente, Universidad Nacional. Bogotá, Colombia.)



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