El origen de la célula eucariota

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Las conjugaciones totales de una célula Hfr pueden dar lugar a diploidismos y los autores se preguntan si no pudo participar uno de esos procesos en el origen del núcleo eucariota. Es verdad que esas conjugaciones totales son excepcionales, y los diploidismos que producen transitorios, pero al menos se presentan espontáneamente en la naturaleza, cosa que no ocurre con las fusiones bacterianas del «canibalismo bacteriano» o «hipersexo» de Margulis. Y el problema de aceptar que hubo al menos un caso (el que originó la primera célula diploide), en que la bacteria receptora respetó, e integró, el ADN transferido, es el mismo en ambas teorías. En cambio, las ventajas de implicar a una conjugación en la aparición del núcleo eucariota, es que permitiría explicar, de manera comprensible, la tendencia a reponer el diploidismo tras la primera meiosis. Y en cierto modo, la persistencia de ese método de intercambio genético en los ciliados, podría considerarse como un argumento a favor de esa participación.


EL ORIGEN DE LA CÉLULA EUCARIOTA

RESUMEN: Las conjugaciones totales de una célula Hfr pueden dar lugar a diploidismos y los autores se preguntan si no pudo participar uno de esos procesos en el origen del núcleo eucariota. Es verdad que esas conjugaciones totales son excepcionales, y los diploidismos que producen transitorios, pero al menos se presentan espontáneamente en la naturaleza, cosa que no ocurre con las fusiones bacterianas del «canibalismo bacteriano» o «hipersexo» de Margulis. Y el problema de aceptar que hubo al menos un caso (el que originó la primera célula diploide), en que la bacteria receptora respetó, e integró, el ADN transferido, es el mismo en ambas teorías. En cambio, las ventajas de implicar a una conjugación en la aparición del núcleo eucariota, es que permitiría explicar, de manera comprensible, la tendencia a reponer el diploidismo tras la primera meiosis. Y en cierto modo, la persistencia de ese método de intercambio genético en los ciliados, podría considerarse como un argumento a favor de esa participación.

INTRODUCCIÓN

Cada ser vivo se puede considerar como desarrollo de una fórmula inscrita en su patrimonio genético, bajo la forma de una doble cadena de polinucleótidos, que, al separarse, tienden a recuperar esa estructura duplexa. Una tendencia que a las formas de vida procariota les sirvió (y les sirve) para dar lugar, con toda facilidad, a dos células idénticas a la primera. Tras monopolizar durante dos mil millones de años toda expresión de vida en la tierra, de improviso (esta palabra sólo indica la ignorancia de los pasos intermedios) aparecen unas células más complejas (eucariotas) con ADN duplicado (diploide, al anterior le llamamos haploide) y un nuevo modo de reproducción (sexual) en el que dos progenitoras colaboran para conformar el patrimonio genético de la descendencia [para eso cada una da origen, en un proceso llamado meiosis, a unas células haploides (gametos) que se vuelven a fusionar entre sí (fecundación) para recuperar el estado diploide]. ¿Cómo se gestó su nacimiento?


LA TEORÍA ENDOSIMBIÓTICA

La verdad es que no lo sabemos, y nos movemos en el arriesgado terreno de las hipótesis, lo que, si siempre entraña un factor de riesgo, aquí mucho más. En efecto, el dilatado periodo de tiempo que transcurrió antes de que apareciese la célula eucariota, refleja las enormes dificultades que ese proceso tuvo que afrontar. Y es que sus diferencias con la procariota no se acaban con el diploidismo y la reproducción sexual, sino que abarcan otras muchas características; y, desgraciadamente (saber el orden en que aparecieron supondría una ayuda de inestimable valor), todas se presentan a la vez. De todas formas, que haya células diploides sin mitocondrias (aunque no sepamos si nunca las han tenido, o las han dejado perder), u otras en las que no se presenta la reproducción sexual (y nos dejan con la duda anterior) parece abonar la tesis de que la adquisición del diploidismo fue anterior a la de esas otras peculiaridades. Pero si es así: ¿cómo se llegó a él?

Una de las teorías más aceptadas es la endosimbiosis de Margulis. Esta autora distingue entre sexo e hipersexo. El sexo bacteriano sería cualquier mezcla de genes que procedan de más de una fuente, y por lo tanto abarcaría todos los tipos de transferencia genética que tienen lugar en las bacterias [ya sean propiciados por lisis (transformación), por virus (transducción o transfección), o por plásmidos (entre ellos la conjugación]. Tras el sexo bacteriano vino el hipersexo, una «asociación simbiótica permanente que genera organismos con genes de distinta procedencia», que se presentaría con frecuencia en las bacterias (casi siempre como presuntas víctimas fagocitadas por protozoos y listas para su digestión, aunque en algún caso podrían haber escapado a ese destino): así las células eucariotas poseerían orgánulos (mitocondrias y cloroplastos) gracias a que ese hipersexo les permitió englobar en su citoplasma lo que antaño eran bacterias independientes y libres. Y Margulis propone que en alguna ocasión, algunas bacterias imitaron esa conducta. Un día, una de ellas fagocitó a otra, pero en lugar de terminar con la digestión del ADN de la célula ingerida lo respetó, y la célula resultante se convirtió en diploide : «Normalmente las bacterias nunca se funden, sino que entablan un breve contacto para enviar genes de una célula a otra. En el hipersexo, sin embargo se funden para siempre […] La primera fusión hipersexual bacteriana (entre un oscuro microbio del grupo de las arqueobacterias y un nadador con pared celular) condujo a la primera célula nucleada.» (Margulis, L & Sagan D. (1998). Caldeados y hostigados: comienzos sexuales. En A. García (Trad.), ¿Qué es el sexo? (p. 79). Barcelona: Tusquets).

Si las cosas sucedieron así, es de esperar que aquella «nueva especie» se comportaría como todas las demás: en cada división asexual, duplicaría el ADN y lo repartiría en partes iguales, con lo cual las células hijas seguirían siendo «diploides». Ese estado pudo persistir a lo largo de millones de años, en los que irían apareciendo los otros rasgos característicos de la célula eucariota: membrana nuclear, cromosomas, aparato mitótico, mitosis, citoesqueleto, cloroplastos, mitocondrias, etc. Hasta que un buen día, una anomalía en la replicación del ADN dio lugar a la primera meiosis.

¿Cómo sucedió? Por supuesto se trató de un accidente sin ninguna intención teleológica. El proceso de división celular implica muchos genes que actúan a modo de rosario secuencial, de forma que cada uno inicia su labor cuando el anterior ha finalizado la suya. El gen que procedía a la división del ADN entraba en acción cuando el que lo duplicaba había ejecutado su faena. Pero un buen día, algo debió disparar su actividad antes de que eso hubiese sucedido. Cuando esa anomalía ocurrió el proceso no debería haber continuado, pero como el gen se encontró con dos cadenas homólogas de ADN, se limitó a cumplir su misión y las distribuyó en dos grupos casi iguales, que volverían a ser haploides.

Por la unanimidad que se ve en la actualidad, el proceso se estableció desde el inicio en dos divisiones superpuestas. Algo rompió el ritmo normal y al adelantar la segunda dio un resultado atípico (como un extrasístole que al demandar la contracción del miocardio fuera de tiempo provoca un latido anormal). Y esa anomalía dio como resultado la división de la bacteria madre en cuatro células hijas haploides (el germen de los futuros gametos).

Y aquí hubiese acabado todo, si a esas células haploides no les hubieran dado por empezar a unirse otra vez entre sí, en un proceso que más tarde derivaría en la fusión de los gametos. Margulis lo achaca a ese mismo fenómeno endosimbiótico que según ella ya estuvo en el origen de la célula eucariota (emparentada con el canibalismo entre congéneres que se presenta en condiciones extremas en algunos protoctistas, concretamente en los Trichonympha, un grupo de hipermastigotos estudiado por Cleveland, quien creyó advertir que en algún caso el proceso no terminaba con la digestión de los cromosomas de la célula fagocitada, sino que sobrevivían para formar parte de la dotación cromosómica de la célula fagocítica).


CLAROSCUROS DE ESTA TEORÍA

La endosimbiosis, en lo que atañe a la aparición en la célula eucariota de los cloroplastos y mitocondrias, está casi unánimemente aceptada. Entre otras cosas porque todos los datos juegan a su favor: tanto las secuencias de su ADN, como las del rRNA 16S, difieren de las del núcleo eucariota, y en cambio guardan semejanzas con las de ciertas eubacterias; y además ese origen exógeno ayudaría a explicar el comportamiento un tanto independiente y autárquico de esas estructuras respecto al resto de la célula.

Otra cosa es que haya podido colaborar en la formación del núcleo eucariota. El prestigioso autor (premio Nobel en 1974) Christian de Duve lo pone en duda: «A menudo, se presenta la adopción endosimbiótica cual si se tratara del resultado de algún tipo de encuentro- predación agresiva, invasión pacífica, asociación o fusión mutuamente beneficiosa- entre dos procariotas típicos. Pero esa suerte de descripciones induce a confusión: las bacterias modernas no muestran ese comportamiento» (de Duve, Ch. (1996). El origen de las células eucariotas. Investigación y Ciencia, 237, 20). Y termina el artículo con rotundidad: «La adopción de endosimbiontes desempeñó un papel crucial en el nacimiento de los eucariotas. Con todo no fue el acontecimiento fundamental. Más significativo (y el que requirió asimismo un número mayor de innovaciones evolutivas) fue el largo y misterioso proceso (la negrilla es nuestra) que posibilitó tal incorporación: la lenta conversión, a través de mil millones de años, de un antepasado procariota en un gran microorganismo fagocítico que poseía la mayoría de los atributos de las células eucariotas modernas».

Es posible que Christian de Duve lleve razón (que sepamos, no hay un solo caso documentado de esa «fusión bacteriana» que defiende Margulis). La endosimbiosis que dio origen a mitocondrias y cloroplastos, parece exigir un proceso previo en el que una procariota se fue convirtiendo en una célula capaz de engullir cuerpos del volumen de las bacterias. En efecto, esa capacidad de fagocitar, presupone modificaciones en la pared celular, aumento de volumen y la presencia de una estructura citoesquelética y reticular (Cavalier-Smith). Y queda la duda de si entre esos atributos a los que esa célula procariota ya había llegado, estaría incluido el diploidismo (es difícil que esas adquisiciones pudieron llevarse a cabo, sin un incremento paralelo del ADN del genóforo ¿tal vez hasta haber alcanzado esa condición diploide?).

Se puede alegar que, aunque no se haya podido probar un solo caso de simbiosis bacteriana, es una posibilidad que, en principio, no se debe rechazar. Las condiciones de la tierra han sido en otras épocas tan diferentes, que no se puede descartar que alguna hubiese podido propiciar ese proceso. ¡Y de alguna manera habrá que explicar tanto la duplicación del ADN de la célula eucariota, como esa mezcolanza de genes (de arqueobacterias y eubacterias) demostrada por varios autores (Gupta, Lake, Doolittle, Rivera, etc.). Pero esa explicación deja en el aire, como un fenómeno al que le costó más de mil millones de años presentarse, se convierte luego en habitual (en los gametos). ¿Es posible creer, como quiere Margulis, que se trata del mismo proceso? Y si es así: ¿por qué un comportamiento tan dispar? ¿Por qué, lo que se puede considerar casi un milagro (teniendo en cuenta el tiempo que precisó), ha pasado a ser un hecho habitual? ¿Por qué los gametos se comportan de modo diferente a las demás células haploides? ¿Por qué incluso marcan diferencias en su comportamiento y mientras unos tienen tendencia a «fagocitar» (o dejase penetrar), otros lo tienen a «ser fagocitados» (o penetrar)?

Tal vez, sin negar la importancia de la simbiosis en lo que respecta al origen de los cloroplastos y mitocondrias, en esa evolución hacia la célula diploide hayan podido intervenir otros procesos distintos que nos puedan ayudar a contestar estas preguntas.


LA CONJUGACIÓN

Aparte de la reproducción sexual, hay otros procesos (dentro de lo que Margulis denomina sexo bacteriano) en los que las bacterias mezclan su ADN. Uno de los más corrientes es la conjugación, capaz de producir estados más o menos fugaces de diploidismo: «aunque en las bacterias puede presentarse transitoriamente un estado diploide, como consecuencia de una transferencia genética, la diploidía total se logra muy raramente» (Stanier, R., Ingraham, J., Wheelis, M & Painter, P. (1992). Procesos sexuales en los microorganismos, En M. Gacto, I. García, R. Guerrero, & J. Villanueva (trad), Microbiología (2ª Edición, p. 77), Barcelona: Editorial Reverte).

Para llevarla a cabo dos bacterias se aproximan y una transfiere a la otra algunos de sus genes (para hacer mayor el paralelismo con los machos y las hembras de las especies sexuadas, incluso se da el caso de que las donantes disponen de una especie de tubos que cumplen funciones similares al aparato copulador). Un comportamiento determinado por la presencia del factor sexual, o «factor F»: una formación que se presenta, o integrada en el genóforo (bacterias»Hfr»), o libre en el citoplasma (bacterias F+, o «F positivas»). Las que no lo llevan (F negativas, o F-) siempre ofician de receptoras.

Sea cual sea su ubicación, durante la conjugación ese factor separa sus cadenas e inicia la transferencia de una de ellas a la receptora. En las bacterias F+ la transferencia del factor F es muchas veces completa (sería el único ADN que pasa de una a otra) y, una vez restaurada su estructura mediante síntesis de la cadena complementaria, la receptora pasa a ser también F+. Pero a veces (sexducción), la transmisión puede incluir algún otro gen. La ubicación del factor F puede variar a lo largo del tiempo: si pasa de «F+» a «Hfr» ese factor, hasta entonces libre en el protoplasma, se incluye en el genóforo y en adelante se replicará con él transmitiéndose así a la descendencia. Pero si tiene lugar el proceso inverso, al desprenderse del genóforo y pasar de nuevo al protoplasma, puede arrastrar unos cuantos genes del ADN bacteriano (a ese factor F «acompañado» lo llamamos F´). Y, cuando proceda a efectuar una nueva conjugación, los puede transferir a la célula receptora.

En las bacterias Hfr, el factor F, al iniciar la conjugación, tira del ADN al que está inserto y lo arrastra tras de sí; pero la cadena de genes es demasiado larga, y el pili que mantiene a las bacterias unidas se suele separar antes de que la transferencia haya terminado. Como la ruptura que inicia la conjugación casi nunca coincide con una de las soldaduras del factor F con el genóforo (suele ocurrir en un punto intermedio), al final se habrá traspasado un fragmento de factor F y otro de ADN bacteriano. Y dado que para ejercer su actividad el factor F necesita estar casi al completo, la bacteria receptora seguirá siendo F- (de todas formas, y aunque sea de tarde en tarde, la conjugación puede llevarse a cabo de manera total, y la bacteria donante transferiría el factor F y una de sus cadenas completa de ADN, con lo cual, y aunque de forma fugaz, la bacteria receptora se convertiría en diploide).

En algún tiempo, alguna de esas células Hfr pudo integrar de forma definitiva al factor F en su genóforo. Esa nueva cepa de bacterias seguiría efectuando las conjugaciones habituales hasta que, un buen día, una mutación hizo más resistentes sus pilis. Así, cuando se iniciaba uno de estos procesos, las células conjugantes ya no se separaban hasta terminarlo por completo, y todas sus conjugaciones serían totales y darían paso a la transferencia completa del factor F y de una de las cadenas del genóforo.

El destino del ADN extrínseco es su «digestión», pero, para proseguir con la hipótesis, habrá que aceptar que hubo cuando menos un caso en que la bacteria receptora respetó el ADN recibido (al fin y al cabo es la misma exigencia a la que nos obliga el hipersexo de Margulis) y, una vez restituida por síntesis de la cadena complementaria su condición duplexa, se convirtió en «Hfr» con doble ADN (diploide). Un ADN constituido por dos cadenas cuya mayor o menor homología dependería, aparte de la presencia en una de ellas del factor F, de la diferencia genética entre las células conjugantes que, vista la «heterogeneidad» del núcleo eucariota, debió ser extrema; tanto que esa conjugación [so pena de que antes de que tuviese lugar, las células conjugantes (o cuando menos una de ellas) ya hubiesen incorporado a su genóforo (por medio de alguno de esos medios de transmisión de genes ya mencionados) genes del otro grupo] debió tener lugar entre una arqueobacteria y una eubacteria.


SU POSIBLE IMPORTANCIA EVOLUTIVA

Ninguno de los trabajos que muestran la presencia de genes de Arquebacterias y Eubacterias en el núcleo de la célula eucariota (Gupta, Lake, Doolittle), son en sí un argumento a favor de la teoría simbiótica; sólo prueban la realidad de esa mezcla, pero no ayudan a discernir cual fue el camino por el que se llegó a ella, y en las bacterias, la conjugación, incluso la completa, es un fenómeno más frecuente que esa pretendida fusión celular que nunca se presenta. Pero, aparte de ese detalle, la nueva hipótesis no ofrece ventajas sobre la anterior (tampoco desventajas: todo lo que dijimos allí, sería válido para aquí) … hasta que lleguemos a esa primera meiosis.

Esa nueva bacteria (y sus descendientes) se reproduciría asexualmente. Para ello duplicaría su ADN y lo repartiría en unas células hijas «diploides» y capaces de efectuar conjugaciones, aunque la ubicación del factor F en el genóforo facilitaría la aparición de mecanismos de regulación que las condicionase [la mayor parte, por no decir todos los genes estructurales (y una vez integrado también el factor F lo sería), lo tienen].

La situación plantearía desafíos que esas bacterias hubieron de resolver. Al comienzo obedecerían a sus genes antiguos y prescindirían de los nuevos; pero doblar la cantidad de ADN, supone doblar el número de posibles mutaciones, que ahora aparecerían en cualquiera de las cadenas, y eso facilitaría la formación de alelos distintos para cada loci. Con el tiempo, alguna de esas bacterias aprendería a echar mano de los genes postergados si el resultado era ventajoso, y el doble ADN supondría un acicate para nuevos progresos.

Esa duplicación de ADN debió ayudar también a que tuviese lugar un incremento del volumen celular. Se habría dado así el primer paso para la aparición de esa célula fagocítica de que nos habla Christian de Duve, que en teoría exige un tamaño mayor que el de sus posibles presas. Después se iría añadiendo el resto de conquistas evolutivas: el esqueleto interno que les servía de sostén, una membrana flexible capaz de englobar objetos extracelulares (y que, al ser capaz de plegarse, aumentaría la superficie exterior disponible y así facilitaría la posibilidad de alcanzar mayores dimensiones celulares), una red de compartimentos preparados para digerir las presas, la membrana nuclear, la organización de los cromosomas (ya tenía material suficiente cuando menos para dos), el centrómero, la estructura precisa para el inicio de la mitosis, etc.

Hasta que surgió la primera meiosis. Un incidente que (por la importancia que ha llegado a tener), no pudo deberse a un error funcional, sino a una mutación capaz de ser transmitida a la descendencia. Y que una serie de circunstancias transformó en un hecho tan decisivo, que convirtió a aquella célula en madre de todos los eucariotas, hombre incluido. Porque, a tenor de la uniformidad con que se presenta, es posible que todos seamos sus descendientes. ¿Cuál fue esa constelación de factores que de tal manera decantó la evolución a su favor?

LA LLEGADA DEL SEXO

El más importante la presencia de nuestro ínclito factor F. Incluido en la cadena de ADN que ha tiempo representaba el ADN extrínseco, en la primera división se replicaría y pasaría a los dos núcleos resultantes que serían «Hfr». Pero al procederse a la segunda sólo iría a dos de las cuatro células hijas: las que recibían la cadena de ADN en la que permanecía integrado. Al final del proceso nos encontraríamos con que la primitiva célula diploide habría dado paso a la eclosión de cuatro células haploides. Pero aquí (al contrario que en la otra teoría), estás células hijas no serían iguales, sino que dos serían F-, y dos Hfr (similares a las que, a través de aquellas conjugaciones completas, habían dado lugar a la primera célula diploide).

Estas células podrían proceder de inmediato a una doble conjugación (al final quedarían dos células diploides Hfr idénticas a la que había iniciado el proceso y dos Hfr haploides), o seguir en ese estado (recordemos que más atrás sosteníamos la aparición de mecanismos de regulación) reproduciéndose de forma asexual. [Estamos pisando el umbral del mundo de los ciliados, las únicas eucariotas que se valen de una conjugación completa para intercambiar su patrimonio genético. Igual que esa célula diploide daba lugar (a través de la primera meiosis) a cuatro hijas haploides, también aquí su micronúcleo diploide se divide en cuatro haploides. Es verdad que a continuación no tiene lugar la partición del protoplasma, sino que tres degeneran (algo muy parecido a lo que ocurre en los ovocitos de muchas especies, en los que también se forman, y eliminan, tres corpúsculos polares), y el cuarto se vuelve a dividir para formar un micronúcleo móvil (que pasará a la célula conjugante), y otro sedentario (que esperará para fusionarse con el micronúcleo móvil de la otra célula)].

En algún momento sucedió el paso de la conjugación a la fusión [A efectos de transmisión del código genético ambos procesos son equivalentes. La diferencia es que, en la primera, las células dadoras siguen viviendo de forma independiente, lo que en principio parecería ofrecer beneficios pues dobla el número de representantes; pero tal vez esta conclusión pueda ser precipitada. Para restaurar la forma duplexa, las células conjugantes tienen que sintetizar las cadenas complementarias (de la recibida en un caso, y de la que ha quedado en la donante, en el otro); además a la forma diploide le corresponde un mayor volumen protoplasmático, y estas dos exigencias, en condiciones carenciales extremas, pueden resultar catastróficas. De ahí que en algún caso pudo ser más rentable fusionar los genóforos y los citoplasmas. Por eso no cuesta imaginar que si una mutación condujo a la primera fusión la selección pudo primarla]. Y con el tiempo ese comportamiento se diversificó de tres maneras distintas: la reproducción asexual se conservó tanto en la presentación diploide como en la haploide, quedó restringida a la etapa diploide, o reservada a la haploide.

En el primer caso estaríamos en los aledaños del ciclo haplodiplobióntico de las levaduras (S. Cerevisiae). Estas crecen en la naturaleza en estado diploide y en un entorno rico en nutrientes se reproducen asexualmente. Pero si las condiciones se hacen peores, proceden a un proceso meiótico que origina cuatro células haploides de apareamiento opuesto (dos de cada tipo), que pueden seguir dividiéndose de forma asexuada, o fusionarse para reconstruir otra vez la forma diploide.

En el segundo estaríamos a un paso del ciclo diplobióntico de ciertos Heliozoos (Actinophrys) que proceden a una partición que origina dos células hijas iguales a la madre. A continuación cada una sufre un proceso de reducción de ADN (por eliminación de un corpúsculo polar) con lo que su dotación pasa a ser haploide y se convierten en gametos hologámicos (con la misma configuración celular) que se fusionan entre sí (pedogamia).

En el tercero estaríamos rozando el ciclo haplobióntico (Chlamydomonas), cuya presentación haploide puede estar largo tiempo reproduciéndose asexualmente, aunque no pierde la potencialidad de comportarse como gametos y fusionarse entre sí para formar un zigoto diploide, que sufrirá de inmediato una meiosis, y dará lugar a cuatro células hijas haploides.

Más tarde nuevas influencias pudieron derivar el factor F hacia un cromosoma «Y», y su acción acentuó la bipolaridad sexual. Así lo indicaría la anisogamia presente ya en algunas especies de protozoos (en alguna de las etapas mencionadas debió tener lugar el proceso de endosimbiosis que dio origen a las mitocondrias, cloroplastos y tal vez a los peroxisomas).

En principio no parece que todo este tejemaneje tuviese mucho valor. Pero el paso del tiempo ha hecho evidentes sus ventajas evolutivas. Con la división asexual cada cepa se repetía de forma incansable hasta que tenía lugar una mutación nueva (su tasa en cada gen se estima del orden de 10 elevado a -8 en cada generación, lo que hace que en loo millones de generaciones, en condiciones nutritivas adecuadas unos miles de años, cada gen haya podido experimentar una). Y para que fuesen útiles, la selección tenía que esperar a que se diesen mutaciones correlacionadas en una misma cepa, cosa harto difícil. Pero el nuevo proceso «reproductivo» suponía una tremenda revolución. Permitía el «incesto» entre células hermanas, pero no lo hacía obligatorio; y suponía una venturosa oportunidad para mezclar genes, potenciar diferencias y expresarlas más rápidamente. Ya no había que esperar a coincidencias milagrosas en la misma cepa, sino que las podía encontrar en los millones de mezclas que cada hora tenían lugar. Es verdad que las variantes iban empaquetadas en las cadenas de ADN y que, hasta que no apareció el entrecruzamiento cromosómico, el fenómeno no alcanzó toda su importancia. Pero así y todo, frente a lo que había antes, el salto habría sido excepcional, y la brutal aceleración en la aparición de nuevas formas de vida que pronto tuvo lugar, así parece demostrarlo.


BIBLIOGRAFÍA

1. Cavalier-Smith, T. (1975). The origen of eucaryote nuclei of eucaryotic cell. Nature 256: 463.

2. Doolittle, W.F. (2000). Nuevo árbol de la vida. Investigación y Ciencia, abril, 26-32.

3. Gupta, R.S. (2000). The natural evolutionary relationship among prokaryotes. Crit. Rev. Microbiol. 26: 111

4. Lake, J.A. (1988). Origin of the eucaryotic nucleus determined by rate-invariant analysis of ribosomal RNA sequences. Nature 331: 184

5. Lake, J.A., Jain, R. and Rivera, M.C. (1999). Mix y Match in the Tree of Life. Science 283: 2027.

6. Rivera, M.C., Jain, R., Moore, J.E., and Lake, J.A. (1998). Genomic evidence for two functionally distinct gene classes. Proc. Natl Acad. Sci. USA. 95: 6239

7. Rivera, M.C and Lake, J.A. (2004). The ring of life provides evidence for genome fusion origin of eukaryotes. Nature, 431: 152.

Autor: Luis Santiago Lario Herrero / Santiago Lario Ladrón (colaboradores)
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