El olfato y el ratón rastreador

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Lewis Thomas (1983)

Se sabe que las células olfatorias son las únicas neuronas que están expuestas al mundo exterior y actúan como sus propios receptores de la información que proviene del medio ambiente.  Todas las demás neuronas, aquellas encargadas de los sentidos del sabor, audición, visión, posición y tacto dependen de la llegada del impulso nervioso desde la periferia donde se encuentran los receptores altamente específicos que perciben el estímulo.  Lo más curioso de las neuronas olfatorias es que van y vienen, replicándose y reemplazándose sobre la mucosa olfatoria en la parte supero posterior de la nariz.  Ninguna otra célula neuronal tiene la propiedad de multiplicarse o regenerarse.  Otra peculiaridad de estas células es que aunque se encuentran expuestas al exterior, en una región rica en bacterias y virus, los tejidos en los que residen no se infectan.  Se piensa que las células están, de alguna manera, protegidas por la propiedad antimicrobiana de la capa de moco que las recubre.

Hace diez años, me encontré con referencias de observaciones hechas en los años 20 sobre los logros de los sabuesos rastreadores.  Se habían realizado muchas investigaciones en los Departamentos de Policía Europeos sobre la capacidad de los perros entrenados de rastrear las huellas de un único ser humano a través de campos marcados, a su vez, con huellas de otras personas.  La mayoría se encontraba en forma anecdótica, pero las anécdotas eran abundantes y consistentes creando un consenso general: un sabueso bien entrenado podía distinguir con precisión el olor de las huellas de un ser humano, hasta 48 horas después de dejadas las huellas, y podía distinguir éstas de las de otros seres humanos. 

Si esto era verdad, significaba que el perro era capaz de oler una señal que provenía de las huellas que identificaba a cada ser humano como un único individuo.  Al mismo tiempo, se conocía otro sistema biológico con la misma utilidad: los marcadores inmunológicos que señalan individualidad que se encuentran en la superficie de todas las células del cuerpo.  Estas moléculas químicas son responsables del rechazo de injertos de piel cuando estos provienen de otra persona, a menos que la piel extraña provenga de un gemelo.

Se cree que éste es un fenómeno universal: excepto por el intercambio de tejidos entre gemelos, no se pueden realizar injertos con la piel de ninguno de los 4 billones de seres humanos.  Hoy en día, se pueden realizar injertos con riñones y hasta corazones pero solo con la ayuda de drogas que bloquean los linfocitos responsables del rechazo inmunológico de los tejidos ajenos.

Me parecía tan extraño que dos sistemas diferentes hubieran surgido con la misma función durante la evolución, por separado y no relacionados, que comencé a especular que podrían haber evolucionado de un solo sistema ancestral que permitía, tempranamente en la evolución, que los primeros organismos pudieran hacer distinciones entre sus propias superficies celulares y aquellas de otros organismos.  Se sabe que estos mecanismos existen en criaturas metazoarias como corales y esponjas.

Se ha observado el mismo tipo de rechazo de injertos en corales y esponjas. Por ejemplo, dos esponjas de una misma colonia se adhieren permanentemente, pero cuando las esponjas son de la misma especie pero de distintas colonias se rechazan 10 a 12 días después de adherirse.  Además, las esponjas parecen tener memoria del hecho ya que el segundo rechazo se produce aceleradamente, 2 a 3 días después.  El fenómeno es muy similar al rechazo de injertos en el ratón.

En los ratones, la reacción de rechazo de injertos es en mayor medida una función de una clase de linfocitos, los llamados linfocitos-T (así designados por su origen en la glándula de Timo).  La reacción es controlada por un set especial de genes, llamado locus H-2, siempre situado junto en un mismo cromosoma.  En el hombre, el correspondiente gen locus, que gobierna la distinción entre tejidos propios y ajenos y el rechazo de injertos, es conocido como el locus HLA.

Hace varios años, cuando me invitaron a un congreso de Inmunología sobre las posibles líneas de investigación inmunológica en el futuro, discutí el problema sobre los marcadores propios y la idea de que sería poco económico por parte de la naturaleza el haber inventado dos sistemas tan elaborados y complejos con este fin- un costo alto en términos de energía, uno involucrando los marcadores inmunológicos de histocompatibilidad y el otro usando el olfato- y evolucionando sin estar fuertemente relacionados uno con el otro.  En ese momento hice un chiste biológico, prediciendo que los mismos sets de genes se encontrarían responsables de ambos sistemas, y que algún día, “el mejor amigo del hombre sería utilizado para olfatear donantes histocompatibles”.

Después de haber realizado numerosos experimentos con ratones se descubrió que existe una sustancia de identificación propia en la orina.  Sería de gran valor saber cuales son las células responsables de elaborar esta sustancia.  Los candidatos más favorables son los linfocitos mismos porque tienen un rol central en la mediación del mecanismo de rechazo de injertos.

Este mismo olor es responsable también del fenómeno de bloqueo de la preñez, el llamado efecto Bruce.  Esta es la peculiar reacción que ocurre cuando un ratón recién preñado se pone en contacto con un macho extraño: la preñez finaliza y la hembra entra en estro.  No se conoce explicación satisfactoria para el efecto Bruce.  Quizás represente una respuesta innata que trata de resaltar la heterocigozidad e impedir la endogamia.  O quizás, la simple presencia de un macho extraño, que difiere en el olor de su H-2 del macho original, significa la ausencia del padre y la pérdida de protección por parte de éste. 

Debería ser posible aprender algo sobre la naturaleza química del H-2 en la orina de ratones. Surgirían preguntas interesantes: ¿Qué tipo de sustancia térmicamente estable podría ser que posee suficiente variabilidad en su estructura como para proveer únicos marcadores propios para los innumerables ratones, o para los 4 billones de seres humanos?  Yo imagino que va a ser un set de varios compuestos químicos, probablemente de la misma clase pero con variaciones estructurales, dispuestos en un número infinito de posibles configuraciones y con cada olor individual sonando como una única nota.

Quizás un grupo de señales moleculares con una configuración similar sean responsables de la infinita variedad de marcadores celulares en el sistema inmunológico.  Es concebible que los antígenos de los tejidos son similares sets de diferentes señales que se encuentran en distintas concentraciones para obtener una forma única.

Se puede llegar a imaginar que las actuales configuraciones moleculares que activan las células olfatorias pueden llegar a ser las mismas, o estar fuertemente relacionadas, a las que activan a los linfocitos-T.  

Cooperación  –  The Fragile Species, Lewis Thomas, 1992, Cap. IV 

Mi argumento es que la fuerza impulsora de la naturaleza, en este planeta con esta biosfera, es la cooperación.  En la competitividad por supervivencia y éxito durante la evolución, la selección natural tiende, a largo plazo, a elegir como ganadores a los individuos y luego las especies, cuyos genes proveen la manera más efectiva e inventiva de relacionarse.  La forma más inventiva de todos los esquemas de la naturaleza es la simbiosis, que es simplemente la conducta cooperativa llevada a un máximo.  Pero algo vagamente parecido a la simbiosis, con menor compromiso, un cierto deseo de juntarse, prevalece en la biosfera.

Esta noción se observa mayormente a muy largo plazo.  Sin embargo, hay evidencias que la respaldan a corto plazo.  Aquí comienza entonces mi primera anécdota: La historia empieza con varios experimentos realizados en la Universidad de Buffalo en los años 60 con algunas clases de amebas.  Se sabía que el núcleo podía ser transplantado con éxito entre amebas de una misma clase pero no entre dos clases diferentes.  El núcleo era rechazado y la ameba moría.  Lo que no se sabía era si el núcleo rechazaba a la célula huésped o viceversa.  De esta manera, surgía una nueva técnica para estudiar la intimidad de la relación entre el núcleo y la célula y los factores genéticos involucrados en la relación.

Luego, ocurrió una catástrofe, las amebas fueron invadidas por bacterias y comenzaron a morir.  Afortunadamente, se las pudo curar hasta disminuir el número a 50000 bacterias por cada ameba.  De esta manera las amebas se mantenían vivas y sanas.  La única explicación era que éstas se hubieran aclimatado a sus residentes, o que las bacterias hubieran perdido la toxicidad hacia sus huéspedes.  Pero algo más sutil y profundo había ocurrido.

Luego de vivir con las bacterias por meses, las amebas desarrollaron una dependencia hacia ellas y una incapacidad de vivir sin ellas.  Cuando se trataban con antibióticos apropiados, las bacterias morían, pero luego morían las amebas.

El núcleo de las amebas adaptadas había sufrido un cambio fundamental durante la adaptación.  En consecuencia, surgen dos importantes eventos de la interacción entre la célula huésped y el patógeno que parecen involucrar una adaptación genética que permite a la célula huésped sobrevivir y prosperar.  El patógeno es designado como organela indispensable y el núcleo de la ameba cambia su rótulo de ´lo propio´  a algo como ´lo propio + x´.

De estos eventos, el más interesante es el paso de la bacteria de ser patógena a ser indispensable.  El mecanismo no se conoce todavía ya que no se puede estudiar a la bacteria fuera de su huésped.  En mi opinión, no es muy posible que este cambio resulte de una alteración en la bacteria o sus propiedades.  Lo que parece haber ocurrido es que las células infectadas no solo aprendieron a resistir la acción tóxica de las bacterias , sino que, dada la prolongada estadía en el citoplasma, aprendieron a hacer uso de éstas, y finalmente  pasaron a depender de ellas para vivir.

Se ha descubierto, que el cambio adaptativo en el núcleo de la ameba, como también el cambio de parasitismo a simbiosis, ocurre con mucha rapidez.

Se sabe que las bacterias primitivas aprendieron a vivir en comunidades.  Una sólida evidencia la constituyen los estromatolitos, que son varias capas de roca laminada habitadas por varias especies de células procariotas. Contienen colonias vivas de organismos anaeróbicos que viven del azufre, otros que usan dióxido de carbono y producen metano, otros que viven del metano y producen materiales orgánicos para la capa siguiente y así sucesivamente.  Lo poco que se sabe sobre estos organismos es que viven todos juntos y no sobreviven solos.

Hasta hace poco parecía razonable pensar que estas bacterias representen los descendientes lineales de la primera célula o grupo de células que surgieron en el planeta entre 3,5 y 4 billones de años atrás.  Ahora, sin embargo, se piensa que un subgrupo, las arqueobacterias son mejores candidatas.  Una de las especies tiene ADN similar al nuestro en un aspecto significativo: los genes están interrumpidos por intrones.  Pero es la habilidad de vivir en condiciones muy hostiles lo que las hace atractivas como candidatas.  Cualquiera que halla sido su origen, lo más difícil para las bacterias fue aprender a sobrevivir la primera aparición de oxígeno en la atmósfera, alrededor de 3 billones de años atrás cuando aparecieron los primeros organismos capaces de realizar fotosíntesis.  Al ir aumentando el oxígeno en la atmósfera, las bacterias expuestas tendrían que haber desarrollado mecanismos químicos para protegerse, y luego, surgieron los organismos aeróbicos con la capacidad de utilizar el oxígeno eficientemente para sus necesidades energéticas.

A esta altura, surgen las células nucleadas.  Esto no pudo haber ocurrido sin la existencia de las cianobacterias fotosintetizadoras y las bacterias aeróbicas respiradoras.  De alguna manera éstas últimas se incorporaron en forma simbiótica dentro de células procariotas convirtiéndose en las organelas conocidas como mitocondrias y cloroplastos.  Estas son huéspedes permanentes, absolutamente esenciales para la vida y perfectos ejemplares del poder y estabilidad de la simbiosis en el curso de la evolución.

Últimamente, se ha puesto de moda negar la noción de progreso en la naturaleza y aceptar que la evolución no resulta en el aumento de la complejidad y profundidad de los seres vivos.  Esta noción es quizás aceptable si uno toma en cuenta solo unos 600 años atrás.  Pero si se considera el tiempo en que solo había bacterias y luego las células nucleadas, es difícil rechazar la idea de que la evolución se lleva a cabo con progreso permanente.

Mucho antes del surgimiento de la endosimbiosis y la célula eucariota, las bacterias vivían conjuntamente en ecosistemas microscópicos estableciendo sistemas mensajeros y receptores de información dentro de sus comunidades.  Algunas de las señales químicas que consideramos nuestras más sofisticadas hormonas, como la insulina, ya eran sintetizadas por las bacterias más simples mucho antes de que apareciéramos en escena.  Podría ser que lo que para nosotros son secreciones endocrinas, que mantienen la integridad del ensamblaje de células nucleadas, son los descendientes directos de las moléculas usadas por las bacterias para la regulación y el mantenimiento de sus comunidades.

Lynn Margulis, que contribuyó enormemente al concepto de endosimbiosis, estudió la idea de que las espiroquetas procarióticas se habían adherido a las tempranas células nucleadas y luego evolucionaron como la cilia de las células modernas.

El tracto intestinal de algunas termitas contienen protozoarios móviles que deben su motilidad enteramente a la cantidad de espiroquetas adheridas a su superficie.  La termita es un paradigma viviente de simbiosis.  El nido de las termitas es un modelo de la conducta cooperativa.  Los miles de insectos se comportan como las células que integran un solo organismo.  A su vez, cada termita es un ensamblaje en si misma.  El insecto vive de la madera, pero no posee su propio sistema digestivo para convertir celulosa en carbohidratos.  Esta es la función de los protozoarios móviles.  Estos últimos no pueden moverse sin las espiroquetas adheridas a sus superficies.  Finalmente, dentro de cada protozoario se encuentran las bacterias que contribuyen las enzimas necesarias para la digestión de la madera.  Margulis escribió hace un par de años: “La simbiosis ha afectado el curso de la evolución tan profundamente como el sexo biparental.  Ambos significan la formación de nuevos individuos que contienen genes de más de un padre…Los genes de parejas simbióticas están en cercana proximidad y la selección natural actúa sobre ellos como una unidad”.

El altruismo de la naturaleza no es difícil de explicar.  Dentro de muchas especies sociales es común que un miembro individual sacrifique su vida por la comunidad.  Un ejemplo lo constituyen las abejas.  De alguna manera, es la autopreservación de los genes.  En biología, la preservación y persistencia de los genes representa el éxito de la reproducción , y así también el éxito de la evolución.  Este tipo de comportamiento sería favorable para la selección natural en el curso de la evolución Darwiniana.

Algo parecido al altruismo verdadero existe entre nosotros también, aunque es más difícil identificarlo como una conducta impulsada genéticamente cuando ocurre.  Teóricamente, el altruismo tiene sentido biológico para la preservación de la línea de cualquier especie.  Pero, ¿Qué pasa con la cooperación, que es tan diferente al altruismo?  Los genes involucrados entre parejas cooperativas no son idénticos, ni siquiera están relacionados.  ¿Hay alguna manera de explicar la cooperación pura, opuesta al altruismo puro, en términos aceptables para la teoría evolucionaria actual?  ¿Se puede esperar que existan circunstancias donde la conducta cooperativa ofrezca ventajas para un individuo dentro de una especie no cooperadora y egoísta, o para una especie dentro de un mundo con otras especies no cooperadoras?



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